Historia de Timoteo, narración en primera persona.
Hola, mozos. Dice la gente bien educada que lo primero es presentarse ¿cierto?
Pues empecemos. Mi nombre es Timoteo, Timoteo Clemente. Pensaréis que es un nombre bastante feo e inusual, pero qué queréis que os diga, hermosos, no lo elegí yo.
¿Por donde iba? Ah, sí. Decía que me llamo Timoteo, y aquí os dejo parte de mis vivencias.
Mi historia se inicia un frío día de noviembre de 1955, concretamente el 22. Nací en Guijuelo, un bonito pueblo de Salamanca, una bonita ciudad española.
Mis primeros años de vida transcurrieron allí, junto a mis padres, dos humildes agricultores, quienes tenían que luchar día a día para que no nos faltase de comer. Por suerte para nosotros, entonces contábamos con varios animales, como gallinas u ovejas, que nos ayudaban en este sentido. Recuerdo con cariño los días de invierno junto a la lumbre, combatiendo el frío con uno o dos huevos, un vasito de vino cosechado por mis abuelos y las partidas de cartas que se jugaban todos los días en casa para combatir el aburrimiento.
Con todo lo que hay hoy en día para divertirse, pensaréis, mozos, que no se puede ser feliz sin nada de esto, pero ¿sabéis? se puede, pues a pesar de todo lo dicho, a pesar de apenas contar con dinero, de comer huevos todos y cada uno de los días porque era lo único que teníamos, mis padres y yo éramos felices en el pueblo.
Recuerdo también, como cuando niño, tenía que ir con mis padres a trabajar el campo y ayudarles. Recuerdo lo feliz que me hacía volver de la escuela para comer y después pasar la tarde arando, guiando el carro de los bueyes o haciendo cualquier otra cosa que mi padre me ordenara. Además, cada domingo recibía una o dos monedas por el trabajo realizado, y así iba ahorrando para de vez en cuando comprarme algo de ropa o cualquier otra cosa que me apeteciera.
Todo cambió, sin embargo, a partir de los quince años. Mi padre sufrió un accidente laboral por el que perdió un brazo, así que yo tuve que dejar los estudios y dedicarme a tiempo completo al campo para que no nos faltara de nada. Mi padre nunca pudo adaptarse a su nueva condición, y la tristeza se lo llevó solo un año después.
Mi madre, viéndose sola y superada por los acontecimientos, decidió que era mejor que yo me fuera del pueblo para que tuviera unos estudios y no tuviera que pasar por todas las penurias que estaba pasando ella. Yo me enfadé, discutí con ella, me negué, luché... pero al final su criterio se impuso.
Me marché a estudiar a Salamanca, y allí saqué el equivalente de lo que hoy se llama bachillerato, por lo que pude acceder a la universidad. Debido a que yo quería estudiar medicina, elegí Madrid, capital de España, porque imaginé que ahí estarían los maestros más cualificados y preparados.
El primer año fue una tortura. Ciudad nueva y grande, calles llenas de gente a todas horas, coches, jaleo, nostalgia por mi pueblo y mi madre... Más de una noche me descubrí soñando que despertaba abrazado a ella, que todo esto de la universidad era un mal sueño y que de nuevo me encontraba en Guijuelo, preparándome para otra jornada laboral... Hasta que de pronto despertaba y me encontraba en la cama de la pensión madrileña en la que me hospedaba. Recuerdo que Doña Reyes, la propietaria del inmueble, me apoyó mucho en esos momentos y se hizo mi amiga y confidente, hasta tal punto que dejó de cobrarme el alquiler, a pesar de mis negativas constantes.
Sin embargo, como dice el refrán, el tiempo lo cura todo, o bueno... al menos lo anestesia, así que me fui adaptando a Madrid y sus rarezas. Hice amigos, me enamoré, tuve un hijo... Huy, perdonad, mozos, que me acelero.
Bien, en mi tercer año de carrera conocí a Pili, la mujer de mi vida, mi primer y único amor. Como es lógico, al principio solo éramos amigos, pero con el tiempo ambos llegamos al acuerdo de que necesitábamos y queríamos algo más.
Y los años pasaron hasta que a mis veinte recién cumplidos, nos casamos. Todo parecía de color de rosa, la típica historia de amor de cuento que tanto os gusta leer a los adolescentes de hoy en día. Un año después nació mi Gerónimo, el único hijo que Dios nos quiso dar. Su madre y yo, nos esmeramos en darle la mejor educación posible para que fuera un hombre hecho y derecho, y al principio parecía que lo íbamos a conseguir.
Sin embargo la adolescencia, esa enemiga con la que todos hemos tenido que combatir alguna vez, le tentó con cosas malas, a las que él se aferró, independientemente de la lucha que mantuvimos con él para que no se echara a perder. Ya imagináis, alcohol, drogas, mujeres...
Finalmente y para nuestra desgracia, pasó lo que nadie quería, y en una pelea callejera recibió un disparo mortal que nos desgarró el corazón. Si os soy sincero, majos, no recuerdo absolutamente nada de su funeral, es como si mi mente hubiera preferido olvidarlo o como si lo hubiera guardado en una caja para siempre. Cuando pienso en mi Gero, el recuerdo que me viene es siendo él un niño, jugando con su patinete favorito, uno que le regalamos cuando no levantaba dos palmos del suelo.
A pesar de todo, decidimos tirar para adelante y seguir con nuestras vidas. Tanto Pili como yo, entendimos que Gero nos cuidaría y ayudaría, donde fuera que estuviese, y lo cierto es que creo que fue así. Eventualmente me contrataron para trabajar en el hospital de Salamanca. Allí estuve diez años, donde llegué a ser el director de urgencias y posteriormente adjunto a la dirección del hospital, pero ese trabajo enseguida lo deseché, porque me gusta más curar que estar perdido entre papeles y burocracia.
Ya a finales de los ochenta, mi mujer enfermó de cáncer de pulmón y no duró mucho. A finales del 89 se me fue, volviéndome a clavar un puñal que todavía hoy me duele. Además, a raíz de la fatal muerte de Gero, no puedo soportar escuchar disparos o explosiones ni ver una pistola sin que me dé pánico.
Cuando Pilar murió, me fui definitivamente a Madrid, porque estando en Salamanca todo me recordaba a ella y era incapaz de estar solo en la casa, sentía que esta se me caía encimay no pude soportarlo.
Volví a Madrid con lo puesto, pero debido a mis contactos y logros, me contrataron casi al instante para trabajar en el Gregorio Marañón, conocido hospital de esta ciudad. A parte, tuve la suerte de hacer amigos que poco a poco me ayudaron a calmar el dolor de mis pérdidas y problemas.
Trabajé en el hospital hasta hace bien poco, cuando los de arriba decidieron que había que dar paso a las nuevas generaciones. Sin embargo, mozos, a pesar de mi edad, yo me veo capacitado para seguir trabajando. No me tiemblan las manos, ni se me olvidan las cosas, ni necesito muletas o andador para moverme, ni tengo las enfermedades típicas de la gente de mi edad ni nada. Debido a esto, a mis 69 años, trabajo de médico a domicilio, compaginándolo con otros trabajos para poder comer y ganar dinero. Así que ya sabéis, mozuelos, si tenéis algún problema que se pueda curar, estoy disponible para todo lo que sea necesario. Puedo decir que soy feliz, al menos todo lo feliz que se puede ser en mi situación.
No me queda mucho más que contar, solo deseo pasar los años que me quedan en paz y concordia, ayudando a todos los que lo necesiten y trabajando para que la vida de los demás ciudadanos sea de la mayor calidad posible.
De momento me despido aquí, hermosos, pero recordad, si necesitáis un médico, un confidente que sepa escuchar, un amigo o simplemente queréis escuchar una batallita de abuelo, no dudéis en llamar a mi puerta, porque yo no dudaré en abrirla para vosotros.