Aquella tarde de 5 de enero Dieguito llegó al aeropuerto y la vio, esperándole. No se había ido, le esperaba, tan espléndida y juvenil como si los años
no pasaran, sin duda rezando, a juzgar por la posición de sus manos y lo que parecía murmurar. Dieguito iba a acercarse, pero ella en seguida lo vio y
corrió a abrazarle.
-Mi hijito adorado…
-Hola, mamá.
-¡Qué flaco que estás, por el amor de Dios! Estás hecho un esqueleto.
Dieguito sonrió, no le correspondió al abrazo, y no supo qué decir.
-¿No vas a saludar bonito a tu mamá que tanto te ama?
-Ya te saludé -dijo él, con fastidio mal disimulado.
-Bueno, pero besito…
Dieguito forzadamente le dio un besito en la mejilla.
-Ains, por Dios, ¿qué estuviste tomando?
-Nada, café, coca, todo eso.
La mamá lo miró, suspiró tristemente y lo abrazó fuerte, en silencio. Diego intentó zafarse del abrazo.
-No, soltame, carajo, estamos en un lugar público.
-Mi hijito adorado -dijo ella melancólica haciendo oídos sordos.
-Mamá, che, ¡que hay gente!
En efecto, soldados de S. I. y curiosos en general ya estaban haciendo ojos. Dieguito como buen actor finalmente accedió a abrazar a su madre, claro, sin
ganas, mecánicamente, fingiendo, y por fin logró soltarse.
-Mi amor, ¿dónde estás viviendo?
-En mi casa… -Dieguito se arrepintió inmediatamente.
-Vamos a tu casa entonces, así veo cómo vivís ahora.
Madre e hijo se encaminaban hacia el taxi, habían pasado los controles, ambos estaban limpios, Francisca guardó las formas, es decir, dejó lo afectivo
para después como correspondía.
-Pero no te va a gustar nada cómo vivo…
-No lo creo, debes tener una casa muy bonita.
Dieguito prefirió dejarla en ese pensamiento, que se decepcione ella sola.
-Mamá, mejor te pago un hotel… -pero cambió de opinión a la par que ella negaba suavemente, sintiendo algo de pena.
-Mi amor, debes tener una cama o algo, te prometo que es solo por hoy y me voy a un hotel desde mañana.
-¿Y cómo sé que no me vas a invadir?
Estaban en el taxi. El chofer escuchaba música flamenca. Viajaban en silencio. Francisca rezaba, Dieguito miraba a un punto incierto, pensativo.
Dieguito le pagó al taxista al llegar a la plaza España. Entraron a la torre.
-¡Wow, hijo! ¿Estás cómodo acá?
Subieron las escaleras, Francisca le tenía pánico a los ascensores.
-Sí, bueno, sí, bastante.
Entraron a la casa.
-Linda casa, mi amor, aunque te hago una crítica constructiva.
-Decime.
-Estás como muy descuidado, mi niño.
Dieguito sonrió.
-Es que sabés que odio limpiar y todo eso.
-Amor, ¿seguís drogándote? -Francisca vio un cenicero por el suelo.
-No, no, tranqui.
-¿Seguro?
-No, ahora solo fumo mis puchitos pero hasta ahí llego…
-Tené muchísimo cuidado, fumar hace mal a la salud.
-Acá en Madrid todo el mundo fuma.
-Un horror. Y, cariño, ¿estás ofreciendo tu día?
-Sí -mintió él.
-¿Vivís solo o con alguien más? -Francisca había recorrido toda la casa. Vio a la gata, la mimó, la despertó, la dejó dormir hablándole amorosamente. Tuvo
que reconocer que, a pesar del desorden, su hijo tenía muy buen gusto.
-No, pero vienen mis amigos de vez en cuando.
-Ah, ¡mi hijo se volvió amiguero! A ver si me presentás a tus amigos.
«No te va a gustar conocerlos» pensó él.
-Bueno, vamos a ver, vamos a ver.
-¿Qué te doy de tomar? O comer -dijo Dieguito un rato después.
-Agua, mi amor, sabés que no tomo ni como nada.
-Siempre igual, mamá, no sé cómo no te vas a caer al piso en una de esas.
-Más bien, cariño, no sé cómo te mantenés en pie vos, que estás hecho una calavera.
Dieguito sonrió. Le sirvió agua.
-Bueno, mi amor, yo voy a recorrer y comprar algo, nos vemos luego.
-Dale, mamá, no te preocupes. Si preferís te pago un hotel.
-¿Qué estás mirando? -preguntó Francisca. Habían cenado él hamburguesas, ella una sopa. Dieguito tenía la tele en un programa de testimonios de transexuales
que contaban su experiencia al cambiarse de sexo.
-Nada, ma, ¿por?
-¿Qué cochinada es esa, corazón? Ahí estaba mirando a una mujer que decía que fue hombre, se cortó el pitilín en 800 pedazos y se operó, y qué se yo. ¿Qué
asquerosidades mirás ahora?
Dieguito no dijo nada y cambió a un programa de tribia.
-Ah, eso me gusta más -dijo su madre.
Esa noche durmió él en el sofá cama, ella en la cama donde antes dormía Auxita. Él le había contado que de vez en cuando venían amigas a visitarle pero
que no tenía novia.
Diego esa mañana se había despertado. Escuchó ruidos. Vio a su mamá en la cocina preparándose un té.
-¿Qué hacés despierta? Es re temprano -dijo él adormilado.
-Buen día mi amor, ahora desayuno y en un rato nos vamos a misa.
-¿Cómo que nos vamos? Irás vos, seguro.
-Mi amor, vos también vas conmigo. Te ago un café y vamos llendo en media hora. ¿Sí?
-No, mamá, aparte acá no hay misa.
-En todo el mundo hay misa, mi amor.
-Bueno, si querés te averiguo una.
Dieguito rápidamente consultó el mapa de Madrid. Se la llevaría tal vez a la Iglesia ubicada en San Bernardo. Él tenía sus dudas, a lo mejor lo que más
había era una misa evita. La llevaría igual.
-¿Viste, hijo? Porque el señor siempre te va a vivir a mandar a una ciudad tan religiosa como esta.
-Está bien, pero te dejo en la puerta y me voy.
-¿Pero no te quedás conmigo?
-Na, me vuelvo.
Diego estaba mal dormido, del mal humor. Fueron rápidamente en taxi. Él no tenía ganas de manejar.
Llegaron a la iglesia.
-Bueno, mamá, yo después cualquier cosa te paso a buscar o te paso la dirección.
-No, entrá, mi amor, escuchá la voz de Dios en tu corazón.
-Ay, mamá, por Dios, no empieces ahora. Andá, disfrutá, hacé lo que tengas que hacer, yo vuelvo a casa…
-Algún día cuando seas viejo te vas a arrepentir de darle la espalda tantas veces a Dios.
Diego no contestó, dejó a su mamá en la Iglesia, se aseguró de que daban una misa, no sabía si era evita, se volvió en taxi hasta su casa y se acostó.
al mediodía Francisca lo despertó a su hijo llamándolo. Por suerte Dieguito tenía su Blu Dash X siempre consigo. Ella estaba en el hotel de las cortes,
lo llamaba para cenar.
-Mamá, pero es muy caro ese hotel, después te llevo a otro más barato.
-No te preocupes, mi amor.
Dieguito no se había duchado, se había preparado un café y derechito salió a tomar un taxi. Una vez más, no quiso dar un trabajo extra a los soldados en
el coche que había comprado. Llegó sin mucha dificultad al hotel, se dejó cachear, su mamá lo esperaba regia, espléndida, con un aire beatífico, cerca
de la escalinata que daba al jardín de invierno. Entraron a un restaurante de comida mediterránea.
-AJ, no sé qué religión era esa, llevaban manzanas mordidas con ellos.
-Mamá -le susurró él, -ojito con lo que hablás acá.
-¿Por?
-Porque estamos en un lugar público y… bueno, nunca se sabe.
-Entiendo, hijo, tranqui.
La camarera que ya conocía a Dieguito lo saludó a éste con una sonrisa y una no muy bien disimulada carita de lástima, pero Dieguito la dejó pasar y le
devolvió el saludo, siempre de manera amigable, sin rebajarse a los piropos zarpados de su padre aquella primera noche.
-Mi amor, ¿estás feliz acá? -preguntó Francisca mientras comían la entrada.
-Y, ponele que sí -dijo él vacilante.
-No estás feliz, mi vida, se te nota.
-Che, yo te dije que no vinieras y no me hiciste caso, no sé cómo vas a salir de España después…
-Eso lo arreglamos, mi amor, tranqui.
-No, mamá, ¡ni siquiera puedo salir yo! No te van a dejar.
-Ahora relajate, hijo, vamos a disfrutar de esta comida.
Dieguito no tenía fuerzas para decirle a su mamá todo lo que sentía, pero necesitaba hacerlo. Prefirió comer, hablar de los últimos chismes familiares
y políticos, recordar viejos tiempos, pensar por una vez que después de todo con su mamá podría reírse. La discusión quedaría para más tarde.