Arais Landau se apoya ligeramente en el mostrador. Lleva varios días despachando en esta tienda de barrio, y gracias a ello por muy de barrio que sea y por muy por debajo que esté de sus aptitudes, consigue ir sobreviviendo. No le importa. Durante toda su vida, casi desde la infancia, la han entrenado para soportar cualquier situación, y vender cereales es algo tan inocuo que le entran ganas de reír.
Llegó a Madrid hace apenas dos semanas procedente de Tel Aviv, quizás el último vuelo que pueda permitirse en mucho tiempo. Invirtió todo su efectivo para comprar el billete, y se fue prácticamente con lo puesto. Solo una bolsa de nylon con algunos enseres personales de aseo, dos mudas, su licencia como médico y la acreditación de Médicos sin Frontera que durante años le ha servido de tapadera. Ni móvil ni ordenador, ningún dispositivo que pudiera delatarla. Nada. Como empezar una nueva vida. Más bien, empezar una nueva vida.
Solo estuvo en la capital de España una vez, durante una de sus misiones, pero apenas pisó el aeropuerto de Barajas, así que salvo los mapas que consultó y que guarda a fragmentos en su memoria, no conoce la ciudad. Es como una turista más, aunque ha entrado al país con un visado legal y con doble nacionalidad. No quiere recordar todo cuanto tuvo que empeñar y poner en riesgo para conseguir los documentos. Menea la cabeza como para apartar esos pensamientos, y su cabello vuela en el caluroso ambiente de la tienda.
Se interrumpe para despachar a una pareja. Sonríe, adopta su mejor tono sin acento, algo que le costó arduas horas de repetir una y otra vez las mismas frases, y que cuando se descuida reaparece. Conversa un poco del calor que hace en Madrid con la mujer, y retoma sus pensamientos al quedarse sola.
Los primeros días fueron muy difíciles. Tuvo que dormir en las calles, resguardada en portales como una mendiga más, protegiendo los pocos euros que tenía en el bolsillo cosido en la cinturilla de su pantalón. Nadie se acercó con malas intenciones, lo cual es de agradecer, pues no le habría gustado nada comenzar su estancia con una agresión que pusiera en evidencia el entrenamiento y el trabajo que la hizo como es. Algún que otro madrileño le echó una mano recomendándole algunos comercios donde podría conseguir empleo temporal. ¡En su vida había tocado tanta fruta como esos primeros días!
Ahora tiene una cierta idea de dónde pasar la noche sin gastar demasiado, y trabaja con ahínco para reunir dinero suficiente como para establecerse con cierta dignidad.
De pronto, el recuerdo de su amigo la asalta a mano armada. Recuerda con la claridad de un relámpago por qué está en Madrid, por qué la licenciaron, por decirlo de forma suave, porque decir que la licenciaron es un eufemismo de lo que ocurre cuando te apartan del sistema, del cuerpo, de lo que ha sido tu misión durante años. Ha renunciado a todo su pasado para buscarlo, para encontrarlo. Madrid es gigantesca, y ella no puede echar mano de ninguna ayuda ni legal ni oficial para dar con él. Tendrá que apañárselas sola, con sus propios medios. Pero no por ello dejará pasar la oportunidad de hacerse un hueco en esta sociedad. Es médico, es buena. Licenciada en Medicina, cirugía y de campaña, ahora sí, por la Universidad Hebrea de Tel Aviv. Si algún día puede recuperar el dinero que dejó depositado allí, quizás pueda montar su propia clínica e instalarse definitivamente en España. Añora ejercer su profesión, y luchará cuanto sea preciso para volver a usar las manos con el propósito de dar vida, no de quitarla… como ocurría en ocasiones. Y para encontrarlo.