Volar a Israel con un helicóptero militar es la mejor manera de conseguirse un pasaporte a la nada, pero no queda más remedio que arriesgarse, y Arais lo sabe. Han desmontado el armamento pesado y solo viajan con las armas personales. Los dos pilotos, Serguei y Boris y ella misma. Después de la intervención de Aletheia se siente agotada, pero es incapaz de relajarse y tratar de dormir. Su niña, su pequeña Noah está en manos de Omertá, supuestamente, y esta realidad abre un infinito abismo de posibilidades a cual peor en su vida.
Cuando reciben permiso para aterrizar en zona restringida del aeropuerto militar de Tel Aviv, Arais comprende que nada va a ser fácil a partir de ahora y se prepara para enfrentar lo que sea. Cuatro militares aparecen en cuanto Boris abre la cabina, entran al Apache y los desarman a todos, además de inutilizar los equipos de comunicación del helicóptero y retirarles los móviles. Antes de eso, sin embargo, Arais consigue llamar a Melany y explicarle que han aterrizado y que seguramente tendrán compañía de los militares, aunque las intenciones de ellos difieran de las suyas propias. Tanto los pilotos como los dos escoltas quedan recluidos dentro, custodiados por otros tantos militares, y Arais es conducida en un jeep al interior del edificio blindado. Nadie cruza una sola palabra, aunque Arais conoce personalmente a dos de los soldados que la acompañan.
Dentro del edificio, y tras un exhaustivo cacheo que incluye la comprobación del chip geolocalizador, el oficial al mando interroga a Arais a la que no se le permite sentarse.
Arais ofrece una explicación escueta de la situación que no satisface al oficial, pero consigue que den crédito al secuestro de su hija. El hombre emplea largos minutos en teclear en su ordenador, habla por un intercomunicador y por el móvil, sin dejar de escrutar a Arais que continúa de pie, impasible.
Después de lo que a Arais le parece una eternidad, la hacen salir del edificio y subirse a otro blindado donde hay diez soldados de operaciones especiales. En silencio se dirigen al barrio de Tel Aviv donde Amadeo indicó que tienen a su hija, el apartamento de Ben y Arais. Esta prefiere no pensar ahora en todas las implicaciones del secuestro. Omertá conoce su existencia, lo que no es de extrañar habida cuenta de su pertenencia a EPS, pero también significa que la han investigado ya, que conocen todo sobre ella y que han podido entrar a su casa impunemente pese a alarmas y puerta blindada.
El suboficial conductor estaciona el blindado en una calle adyacente. Arais vuelve a explicar que si todo ha ido bien en España, seguramente no será necesario intervenir, y que por tanto conviene no caer sobre el edificio como si tuvieran que enfrentarse a otros tantos hombres armados. Los soldados discuten entre ellos, pero finalmente aceptan el razonamiento de Arais.
A ella le impiden intervenir, y se queda en el blindado mostrando una calma e impasibilidad que para nada siente en su interior.
Al cabo de larguísimos minutos, uno de los soldados le indica que puede salir y subir al piso. Arais corre como loca escaleras arriba e irrumpe en su casa como un tornado. Ahí están sus padres con la pequeña a la que toma en brazos y llena de besos casi sin poder contener el llanto. Sus padres la rodean solícitos y durante unos instantes nadie habla. Después, sabiendo que no puede dar explicaciones delante de los soldados y sin tener idea de si habrá micros en la casa, Arais solo comenta que sigue buscando a su marido, que ella está bien y que quiere llevárselos a España. Sus padres se niegan, inamovibles, nada ni nadie los apartará de su granja y de su país.
Arais emplea unos minutos en recoger cosas que cuando marchó no pudo llevarse consigo. Llena dos bolsas con ropa tanto de ella como de la niña, algunos juguetes y artículos para el cuidado del bebé a quien sí está dispuesta a llevarse. Luego, apenada, se despide de sus padres.
Pero no todo ha terminado. En lugar de permitirle volver al Apache, le obligan a dejar a Noah con los escoltas y vuelven a llevársela, esta vez con los ojos vendados. Arais sabe lo que esto significa. Hay agentes de la mossad entre los soldados y la están conduciendo a uno de los puestos operativos secretos de la agencia.
Intenta prepararse interiormente para lo que le espera, fijando en su mente con claridad y firmeza lo que va y no va a decir.
Arais es conducida a uno de los habitáculos de interrogatorios. Sabe que le van a aplicar lo que en broma entre los agentes llaman un café expresso, corto, amargo e intensísimo. Ella lo ha utilizado varias veces, y lo han utilizado contra ella en los entrenamientos, pero nunca en la realidad. Sentada en una silla, con las manos esposadas a unas agarraderas laterales, y los pies encajados en fijaciones atornilladas al suelo, continúa mentalizándose para responder sin titubear, y solo lo que desea y puede decir.
Un agente, conocido, le coloca unos auriculares de sonido envolvente. Y comienzan los estímulos sensoriales tan difíciles de combatir. Por una pista, y a mucho volumen, le llegan las preguntas, disparadas como ráfagas de ametralladora. Por otra, un sonido penetrante, un agudo chirriante que se clava en el cerebro, como de cien uñas arañando una pizarra. Luces potentes de un blanco cegador se encienden y se apagan muy cerca de sus ojos mientras estímulos de frío y calor la hacen sudar y tiritar.
Arais responde a la lluvia de preguntas, con la conciencia mínima de no revelar nada comprometido, hasta que rato después, ignora cuánto, le quitan los auriculares, la sueltan y la guían al despacho de uno de los directores. Arais camina aturdida a su presencia. El hombre continúa preguntando, ahora con la calma del que sabe que ha extraído la información necesaria. En medio de su aturdimiento, Arais consigue dejar clara y patente una cuestión que desvía momentáneamente la atención de su propia persona: Omertá y los evitas han traspasado las barreras del país.