Punto de vista: Andrea
Andrea duerme en la estrecha cama de la pensión barata que le sirve de casa desde que ha llegado a Madrid. Y sueña como tantas noches, reviviendo los sucesos de aquella tarde en un pueblo a las afueras de Bucarest.
Se está preparando para la función. Termina de recogerse el pelo, se viste con el leotardo de lentejuelas que se le pega al cuerpo como una segunda piel y al final se pone los polvos de colofonia en las manos, los polvos que impiden que resbale de la barra. Eloy se mosquea porque el único tirante alrededor del cuello deja al descubierto sus hombros desnudos. Pero es lo que quiere su madre, que el foco que le sigue por el aire refleje el dorado de los tatuajes. A Andrea tampoco le apasiona exhibirse demasiado, aunque reconoce que es lo que al público le gusta. Hay una extraña agitación en las caravanas, como si los artistas anduvieran más nerviosos de lo habitual antes de una actuación. Andrea se levanta del tocador y le sonríe a las otras chicas. Charlan y ríen. Muchas son españolas, pero las hay de otros países, francesas, una alemana, dos rusas y dos italianas. Sale fuera y el aire fresco de la tarde rumana hace que se estremezca. El público ya se aglomera en la entrada de la carpa, huele a nube de azúcar y a almendras garrapiñadas. hay nubarrones en el cielo, pero no parece que vaya a llover durante la función. Mejor, porque oír los truenos y la lluvia contra la carpa mientras vuela en el trapecio la angustia. No le gustan las tormentas. Ahí está su hermano Javier, el jefe de pista. Javier tiene 32 años, diez más que ella, alto, fuerte, atractivo. Cuando lo mira se le hace
evidente la verdad que todavía le resulta dolorosa desde que se enteró que la habían adoptado. No se le parece en nada, ni tampoco a sus padres. Ellos son españoles, morenos, de ojos oscuros y piel no demasiado blanca, como de bronceado. Por el circo hay alguna mala lengua que en susurros se atreve a asegurar que a Andrea sus padres la compraron allí mismo, en Bucarest, en uno de sus muchos viajes a Rumanía. A ella le parece una tontería puesto que ya tenían dos hijos, Javier y Eloy. Nunca se ha atrevido a preguntar porque está segura de que la verdad le dolería. Comprar un niño le parece execrable. Y desde que tiene uso de razón se recuerda en el circo, de un lado para otro en las caravanas. Hace más de un año que no pisan territorio español, Andrea supone que por el tema de la guerra y todos los conflictos que se dieron en el país, y aunque no sabe por qué, no parece que vayan a regresar en mucho tiempo. Añora España, le gusta, aunque no se siente de ningún sitio, tanto viajar, tanto ir y venir. Se queda junto a Javier que está especialmente serio y mira a la gente como si buscara a alguien o algo. Es verdad que su padre también lleva dos o tres días que no se le puede decir nada. Ella le preguntó si es que las cosas iban mal por el tema económico, pero no, no es eso, el circo funciona, tienen actuaciones contratadas en varios países para los próximos meses, y las cuentas l
e salen. Su padre es el propietario del circo desde hace muchísimos años, desde que todavía se podía tener animales, desde mucho antes que algunas legislaciones lo prohibieran. Eloy también está muy irascible últimamente, habla cosas raras y escucha música que a Andrea le parece extraña. Andrea le pregunta a Javier por Eloy. Es raro no verle allí en medio haciéndose notar. Le gusta que la gente admire su físico, el suyo sí, el de ella, no. Es su portador y su carácter rudo y a veces intolerante hace que Andrea camine de puntillas antes de una función. Eloy es muy bueno en el trapecio. Ella se siente segura si es él quien ha de recogerla en el aire, pero fuera de la carpa se llevan fatal. Javier no le ha visto y Andrea intuye que esto no le gusta nada. Es como si tuviera que pasar algo. La gente ya está entrando y Javier tiene que prepararse. Javier le da un beso rápido en la frente y se aleja. Andrea se queda como tonta de pie en la parte posterior de la carpa por donde acceden cuando les toca actuar. Su número es el cuarto, después de los payasos. Mientras espera, oyendo la música y a Javier por los altavoces, los aplausos, los gritos y risas, va haciendo estiramientos. Eloy aparece en el último momento, cuando ya están anunciando su actuación. La mira de arriba abajo, y Andrea siente un escalofrío y la piel se le eriza. Y por fin su hora. Inspira hondo, entra a la pista, saluda junto a Eloy, y cada uno trepa por la escala que le corresponde hasta su plataforma. La adrenalina invade todo el cuerpo de Andrea. Se apagan los focos principales y el cañón de luz la ilumina solo a ella allí de pie. Sabe que todo el mundo la mira. Sonríe, se sujeta a la barra y se lanza a volar. Siempre se olvida de todo cuando comienza a volar, pero hoy siente un cosquilleo en el estómago. Cada vez más aprisa, impulsándose con las piernas para coger más y más altura, espera la señal de Eloy para soltarse. ¡Yaaa! Grita su hermano. Ella se suelta, hace una pirueta, Eloy la recoge y después la lanza de nuevo hacia su barra. Es lo más simple, un vuelo para abrir boca, como los dos posteriores, y para preparar el cuerpo para lo que se le viene a continuación. Andrea vuelve a lanzarse desde la plataforma, se columpia, se columpia, sube y sube. ¡Jooop! Andrea duda. Eloy nunca ha utilizado esta señal ni tampoco en un grito tan exagerado, y durante un brevísimo instante, se llena de indecisión. No se suelta y vuelve a impulsarse, nerviosa por este cambio sin sentido. Eloy mueve las manos en el aire y hay rabia en su gesto. No ve a Javier allá abajo, como siempre junto al borde de la pista, mirando hacia arriba. No es normal que no esté, es muy raro. De pronto Andrea tiene miedo y no sabe de qué. Hay un olor raro en el aire. Sabe que ha de concentrarse. Los tambores vuelven a redoblar. Andrea se columpia con fuerza para recuperar los segundos perdidos que lo descuadran todo. Tiene que soltarse y realizar un triple salto mortal en el aire, procurando no pensar en la bronca que le caerá cuando terminen. ¡Yaaaa! ¿Pero qué? Le parece que Eloy y ella no van sincronizados, que cuando termine su tercer giro en el aire él se habrá separado y no le dará tiempo a regresar al centro de la cúspide para recogerla. Sin embargo, él jamás le ha fallado, sabe lo que hace. De pronto el olor se intensifica. Es olor a humo. ¿Humo? Eloy la apremia con otro grito. Antes de poder pensar en nada, Andrea se suelta, gira vertiginosamente en el aire y, mientras gira, comienza a escuchar gritos alarmados. Mira hacia abajo y ve con horror que la red está en llamas. La gente comienza a chillar horrorizada y Andrea no sabe por qué, hasta que, aterrorizada, se da cuenta de que Eloy no la ha recogido y está cayendo. La red detendrá la caída, pero la red arde con la virulencia de los tejidos de fibra. Andrea solo piensa en cómo abandonar la red sin resultar demasiado herida por el fuego. La red está muy floja para que la fuerza de las caídas no haga rebotar el cuerpo lanzando a la persona fuera contra el suelo, lo que a su vez implica que a menudo es fácil golpearse, sufrir varias
sacudidas que pueden dejar sin conocimiento unos segundos, o romperse algún hueso. Y entonces se desata el caos, gritos dentro y fuera de la carpa, alaridos, crujidos.
Andrea se despierta sobresaltada, sudorosa y con la respiración agitada.
No recuerda qué pasó, solo un dolor repentino, unos brazos que la cogían y después, nada. Días de pesadilla sin saber qué había pasado ni qué había sido de su gente, sus padres, Javier. Solo una certeza: Eloy la había dejado caer. Ella sabía que al final consiguió sincronizar con él a costa de un tremendo esfuerzo en los giros, que logró una posición correcta para que la sujetara. Días al cuidado de alguien que no conocía y que cuando se recuperó mínimamente la conminó a que volviera a España ella sola, sin hacer averiguaciones, sin buscar nada ni a nadie, y que una vez allí, se olvidara del circo y de todo lo que la rodeaba. Y comenzara una nueva vida desde cero.