Sinopsis – La resiliencia de la reina Ferrari.
La guerra entre los Marttini y los Ferrari culminó en Montenegro con la muerte de Matteo Ferrari y la caída de su imperio. Pero la victoria de Mássimo llega bañada en sombras: Leila, rescatada de las garras de su propio padre, regresa a Turín en un estado frágil, marcada por la tortura y el dolor de la traición.Leila, rota pero no vencida, deberá demostrar si la sangre Ferrari que corre por sus venas puede transformarse en fuego para gobernar. Mássimo, firme pero consumido por su propia oscuridad, deberá decidir si su amor por ella lo salva o lo condena.
El enemigo ha caído, pero la guerra verdadera apenas empieza: la de reconstruir un imperio sobre las ruinas de la sangre, el dolor y la resiliencia de una reina que se niega a morir.
Prólogo – La resiliencia de la reina Ferrari.
El eco de los disparos se había apagado en Montenegro, pero el silencio que siguió no trajo paz. Matteo Ferrari yacía muerto, su imperio reducido a cenizas. Los corredores del búnker olían a pólvora y a sangre seca, testigos mudos de la guerra que había terminado.Mássimo, con las manos aún manchadas, no miró atrás. Su victoria no tenía la dulzura del triunfo, sino la amargura del precio pagado. Había rescatado a Leila, pero lo que encontró no fue a la mujer fuerte que un día desafió a su mundo, sino a un cuerpo roto, apenas sostenido por la voluntad de seguir respirando.
La villa Marttini en Turín se levanta como fortaleza y sanatorio, un lugar donde Leila lucha por volver a ponerse en pie y Mássimo por sostener un imperio que parece tambalearse entre enemigos invisibles y heridas abiertas.
El precio de la victoria ha sido demasiado alto, pero lo que nadie entiende aún es que lo peor no terminó en Montenegro. Nuevos jugadores se asoman desde las sombras, alianzas quebradas salen a la luz, y el vacío de poder que dejó la caída de los Ferrari amenaza con encender otra guerra.
Mássimo y Leila, marcados por cicatrices físicas y emocionales, deberán sostenerse el uno al otro en un mundo que no perdona la debilidad. Porque en este juego de lealtades, la verdadera batalla no es contra los enemigos externos, sino contra lo que quedó roto dentro de ellos.
Los primeros días.
El ala este de la villa Marttini había sido transformada en un santuario de guerra, un lugar donde el lujo habitual se había borrado bajo el peso de monitores, camillas y un incesante olor a desinfectante. Las cortinas gruesas mantenían la luz tenue, y cada rincón parecía contener el murmullo de máquinas que medían respiraciones y latidos.Leila yacía en la cama principal, el cuerpo apenas sostenido por almohadones, la piel pálida y marcada. Los médicos habían decidido mantenerla bajo observación continua, una especie de terapia intensiva improvisada, donde especialistas iban y venían sin horarios, discutiendo en susurros sobre secuelas neurológicas, cicatrices internas, y los rastros de sustancias que aún luchaban por abandonar su sangre. La heroína, usada como cadena por sus captores, había dejado un infierno silencioso que se manifestaba en sudores fríos, convulsiones breves y una ansiedad que sus ojos, entrecerrados, no podían ocultar.
Mássimo permanecía junto a la puerta, de pie, sin pronunciar palabra. Su presencia era una muralla que imponía respeto incluso entre los doctores. Cada movimiento suyo era calculado, como si temiera quebrar el delicado equilibrio que mantenía a Leila respirando.
En otra parte de la villa, Etna, Karlo, Maurizio y Gianluca se habían reunido en el salón principal. Nadie había tenido noticias directas hasta ese momento. El silencio era denso, cargado de sospechas y temores no pronunciados.
Mássimo entró finalmente, su rostro sombrío, sus ojos cansados, como si cargaran diez años más. Se detuvo frente a ellos y habló con voz grave, sin rodeos.
Mássimo dice con acento turinés, “Leila está viva. La recuperamos en Montenegro.
La frase cayó como un trueno en medio del salón.
Etna, que hasta entonces mantenía las manos entrelazadas en el regazo, perdió el aire de golpe. Sus ojos se llenaron de lágrimas inmediatas, y un estremecimiento recorrió su cuerpo. La culpa la atravesó como un cuchillo: ¿cómo no lo había sentido?, ¿cómo había podido aceptar en silencio la idea de su muerte? Ahora la imagen de Leila, destrozada pero viva, se mezclaba con un alivio feroz que le arrancaba un sollozo entrecortado.
Karlo desvió la mirada, sus puños apretados sobre las rodillas. Maurizio bajó la cabeza, murmurando apenas una plegaria. Gianluca, en cambio, se quedó inmóvil, la mandíbula dura, consciente de que esa verdad cambiaba todos los equilibrios que habían sostenido hasta entonces.
Mientras tanto, en la habitación contigua, Pietro se debatía entre la vida y la muerte. El ex custodio, convertido en inesperado aliado, sufría el peso de heridas profundas que no terminaban de sanar. Sus gemidos apagados eran acompañados por el tic constante del monitor cardíaco. Los médicos no daban garantías: podían perderlo en cualquier momento.
La villa entera parecía respirar al ritmo de dos cuerpos quebrados —Leila y Pietro—, cada uno sostenido por un hilo, mientras todos alrededor se preparaban para una guerra distinta, menos visible, pero no menos devastadora.
El cuarto de Leila había dejado de ser un espacio privado para convertirse en un campo clínico de batalla. La cama articulada estaba rodeada de bombas de infusión, un monitor multiparámetro con alarmas configuradas al mínimo volumen y bandejas con medicamentos de rescate listos. La luz cálida de las lámparas de la villa había sido reemplazada por focos blancos y funcionales.
La doctora Elena Marković, especialista en cuidados intensivos procedente de Ferrara, era quien dirigía el equipo. Junto a ella trabajaban el toxicólogo francés Dr. Julien Moreau, la psiquiatra española Dra. Nuria Valverde, y un par de enfermeras de confianza que no pertenecían a ningún hospital, contratadas de forma privada: Marta Krüger, alemana, y Lucía Fabbri, florentina con experiencia en trauma.
Elena revisaba los resultados de laboratorio recientes con una seriedad fría. La voz baja, pero firme, rompió el silencio.
Elena dice en tono profesional:
—A nivel sistémico, está estable. Pero hay múltiples frentes abiertos.
Julien, el toxicólogo, asintió mientras señalaba los gráficos en la tableta.
Julien dice con acento francés, “La abstinencia de heroína es complicada. Tiene crisis de ansiedad, sudoración excesiva, episodios de taquicardia. Ya hemos reducido el riesgo inmediato de un shock, pero la dependencia no se resuelve en días. Necesitaremos un protocolo largo de desintoxicación.
Nuria, sentada junto a la cabecera de la cama, observaba el rostro de Leila, todavía agitado en sueños intermitentes.
Nuria dice con acento Neomadrileño, “El trauma psicológico es severo. La amnesia parcial puede ser producto tanto de la droga como de un mecanismo de defensa. Si intentamos presionar, podemos fragmentar más su percepción. Habrá que trabajar despacio, con contención.
Marta Krüger, ajustando una vía central, añadió con precisión:
Marta dice con acento alemán, “Las lesiones físicas no son menos graves. Cicatrices en las costillas por golpes antiguos, desgarros vaginales, una fractura mal consolidada en el radio derecho, hematomas internos que aún drenamos. La analgesia debe ser controlada: no podemos darle opiáceos fuertes, no en su condición.
Lucía completó, mientras cambiaba los vendajes de una herida profunda en la pierna izquierda:
Lucía dice con acento florentino, “Las infecciones están controladas con antibióticos, pero hay riesgo de septicemia si no seguimos al pie de la letra la esterilidad. No hay margen para descuidos.
Elena cerró el informe digital y miró a los presentes.
Elena dice con acento ferrarés, “Todo esto debe presentarse a Marttini. Pero debe entender que la recuperación no es cuestión de semanas. Será un camino de meses, quizá años.
El equipo organizó la información en tres bloques, para evitar confusiones:
Condición médica inmediata: signos vitales estables, heridas bajo control, riesgo de infección moderado.
Dependencia y abstinencia: crisis controladas, tratamiento en curso, pronóstico incierto a mediano plazo.
Estado psicológico: trauma severo, episodios de disociación, necesita estabilidad absoluta en su entorno.
Elena decidió que ella misma, junto con Julien y Nuria, serían quienes darían la notificación formal a Mássimo. Había que ser claros, pero cuidadosos: el jefe no toleraba titubeos ni tecnicismos vacíos.
Leila yacía en la cama con los ojos entreabiertos, atrapada en un estado intermedio entre la conciencia y el delirio. Su piel mostraba un tono amarillento por la debilidad, con zonas enrojecidas de irritación en los brazos donde la piel había sido perforada demasiadas veces. Los labios agrietados, resecos, parecían incapaces de pronunciar palabras completas.
La abstinencia de heroína se manifestaba como una tormenta interna. Su cuerpo, habituado a la dosis diaria de la sustancia, reaccionaba con violencia al vacío. Tenía episodios de temblores finos en las manos, seguidos por espasmos musculares que recorrían las piernas de forma intermitente. El sudor le empapaba la camiseta de algodón que Marta le había puesto apenas unas horas antes.
De pronto, un gemido desgarrado escapó de su garganta, breve pero cargado de dolor. Su respiración se aceleró, los picos en la pantalla del monitor lo confirmaban.
—Saturación bajando —advirtió Marta en voz baja, acercándose con un estetoscopio.
Leila comenzó a murmurar frases inconexas, palabras que parecían no tener destino. Entre ellas se distinguían nombres: “mamá… Matteo… no… no más…”. La psiquiatra Nuria, que no dormía desde hacía horas, tomó su mano con delicadeza, hablándole en un tono calmado.
Nuria dice con acento neomadrileño, “Estás a salvo, Leila. Escúchame… ya no estás allí. Respira. Respira conmigo.
Los ojos de Leila se movían de un lado a otro bajo los párpados, como si reviviera escenas que nadie en la habitación quería imaginar. Era la fase disociativa: su mente la devolvía al cautiverio, a las sesiones de tortura, a los momentos en que el cuerpo se convertía en un objeto de poder para otros.
Julien, con la precisión del toxicólogo, ajustó la infusión de clonidina para controlar el síndrome de abstinencia.
Julien dice con acento francés, “ La crisis pasará en unos minutos. No podemos aumentar más la dosis sin riesgo de hipotensión —informó con un tono calculado, aunque sus ojos revelaban preocupación.
Un vómito seco la sacudió de repente. Marta, rápida, colocó la cuenca metálica y sostuvo su cabeza mientras Lucía limpiaba con gasas húmedas. Los reflejos eran automáticos, mecánicos, como si hubieran hecho esto decenas de veces en hospitales. Pero aquí, en una mansión convertida en clínica, cada detalle adquiría un peso distinto.
Cuando la agitación bajó un poco, Leila quedó exhausta, con el cabello pegado a la frente y las lágrimas resbalando sin control. Sus muñecas, aún vendadas por viejas lesiones de restricción, se aferraban al aire como buscando un punto de anclaje invisible.
Nuria, que no apartaba la mirada, murmuró para el equipo:
Nuria Murmura con acento Neomadrileño, “Los flashbacks son constantes. Es posible que desarrolle un cuadro de estrés postraumático crónico. Si sobrevive a las heridas físicas y a la abstinencia, lo psicológico será igual o más complejo.
Elena Marković asintió, tomando notas en su tableta digital.
Elena dice con acento Ferrarés, “Necesitamos turnos dobles de enfermería. Nada de dejarla sola. Las crisis pueden llevarla a la autolesión.
Leila volvió a murmurar, más bajo esta vez: Murmuras con acento siciliano, “fuego… Pietro… no grites… por favor…”. El nombre de Pietro se clavó en el aire como una aguja. Marta apretó los labios, consciente de lo irónico: el custodio que había arriesgado su vida por ella, ahora debatía la suya en otra habitación, mientras Leila lo nombraba en medio de su tormento.
El monitor se estabilizó poco a poco. El electrocardiograma regresó a un ritmo más uniforme. Pero la calma no era más que una tregua. En cualquier momento, otra oleada de síntomas podía romperla.
Elena cerró el expediente de la noche con una frase seca:
Elena dice con acento Ferrarés, “El cuerpo está luchando por sobrevivir. La mente aún está en cautiverio.
Nuria añadió en voz baja, casi como un lamento:
Nuria Murmura con acento Neomadrileño, “Y si no la sostenemos ahora… puede que nunca vuelva.
Los médicos salieron del cuarto para darle los informes al jefe de Turín.
La atmósfera del salón estaba impregnada de tensión. Etna permanecía sentada en el borde del sofá, con las manos entrelazadas sobre las rodillas, las uñas clavándose en la piel hasta dejar marcas rojizas. A un costado, Karlo y Gianluca intercambiaban miradas fugaces, incapaces de romper el silencio impuesto por la espera. Maurizio se mantenía de pie, cerca de la ventana, encendiendo un cigarro tras otro que nunca llegaba a terminar.
La puerta se abrió despacio. La doctora Elena Marković entró primero, seguida de Julien Moreau y Nuria Valverde. Ninguno intentó suavizar el gesto en su rostro; la crudeza de lo que traían era imposible de disimular.
Mássimo se puso de pie con lentitud, los ojos clavados en ellos, el ceño fruncido en una mueca de impaciencia contenida. No hizo preguntas: sabía que la respuesta estaba por llegar.
Elena se adelantó un paso, sujetando la tableta contra el pecho. Su tono fue firme, calculado, como quien ha dado malas noticias demasiadas veces, pero nunca en una sala como aquella.
Elena dice con acento ferrarés, “Don Mássimo, la condición de la signorina Leila es estable en términos vitales. Pero debemos hablar con absoluta claridad.
Julien tomó la palabra, desplegando en la mesa de centro el esquema clínico que había preparado.
Julien dice con acento francés, “En lo inmediato: signos vitales estables, control de infecciones bajo vigilancia estricta, y heridas físicas que responden al tratamiento. Sin embargo, el cuadro de abstinencia de heroína es severo. Tendremos crisis frecuentes. El proceso de desintoxicación no se mide en días, sino en meses.
Etna bajó la mirada al escuchar la palabra heroína, como si un cuchillo invisible le hubiera atravesado el pecho. La idea de que Leila hubiera sido obligada a eso la hacía encogerse en culpa.
Nuria avanzó un paso y dirigió la voz hacia Mássimo, sin rodeos.
Nuria dice con acento neomadrileño, “En lo psicológico, el daño es profundo. Presenta episodios disociativos, flashbacks constantes, insomnio, y verbaliza escenas de violencia durante los delirios. Si no se trabaja con cuidado, el riesgo de autolesión es real. Necesita un entorno completamente controlado y estable.
Mássimo no parpadeó. Solo apretó la mandíbula, dejando que cada palabra se le clavara como un hierro candente. La rigidez en sus hombros contrastaba con el ligero temblor en la mano que descansaba sobre el respaldo del sillón.
Elena cerró el informe y respiró hondo antes de concluir:
Elena dice con acento ferrarés, “Su cuerpo resiste, pero su mente aún está en cautiverio. Si sobrevive a las próximas semanas, la recuperación será un camino largo, muy largo. Necesitaremos todo el apoyo posible.
El silencio se extendió como una sombra espesa. El reloj de péndulo en la esquina del salón marcaba los segundos con una cadencia insoportable.
Etna, incapaz de contenerse más, murmuró con voz entrecortada:
Etna dice con acento catanés, “Yo… debí intuirlo… ¿Cómo no lo vi? ¿Cómo no lo sentí?
Mássimo la miró apenas, pero no respondió. Sus ojos permanecieron fijos en los médicos, como si buscara un resquicio de certeza en medio del caos. Finalmente, con voz grave, cargada de una calma forzada, habló:
Mássimo dice con acento turinés, “Lo que necesite, lo tendrá. Aquí nada le faltará. Pero díganme algo… ¿Hay posibilidades reales de que vuelva?
Nuria sostuvo su mirada, y aunque quiso ofrecer consuelo, solo pudo dar verdad.
Nuria dice con acento neomadrileño, “Sí. Pero no volverá a ser la misma. Y será ella quien decida si quiere regresar.
La frase quedó flotando en el aire como una sentencia. Etna rompió a llorar en silencio, cubriéndose el rostro con ambas manos. Maurizio apagó el cigarro sin decir nada, mientras Karlo apartaba la vista hacia el suelo.
Mássimo no se movió. Su rostro era una máscara de hierro, pero sus ojos, brillando apenas bajo la luz del salón, revelaban la tormenta que contenía.
La tensión se volvió casi insoportable. Etna se levantó de golpe, con los ojos enrojecidos, la voz quebrada, pero con un hilo de firmeza que desafiaba el ambiente cargado.
Etna dice con acento catanés, “Déjame verla, Mássimo. Déjame verla con mis propios ojos. No quiero informes ni diagnósticos… necesito verla. Karlo, Gianluca, Maurizio también… fuimos nosotros quienes la buscábamos vengar. Es nuestro deber mirarla ahora, aunque sea rota.”
El salón se quedó en silencio absoluto. La súplica de Etna resonó como un eco en las paredes de la villa. Karlo levantó apenas la vista, con la mandíbula tensa; Gianluca entrelazó las manos con torpeza, mientras Maurizio, pese a su aparente frialdad, dejó el cigarro intacto en el cenicero.
Mássimo no respondió de inmediato. Caminó unos pasos hacia la ventana, girando la espalda al grupo. La penumbra de la tarde recortaba su silueta contra el cristal, y el leve movimiento de su hombro delataba la lucha interior. Cuando al fin se giró, su voz salió baja, grave, con un filo de reproche.
Mássimo dice con acento turinés, “Si ustedes hubieran cuidado mejor de ella, Matteo nunca la habría tenido cautiva. Si ustedes hubieran sido el muro que juraron ser, no estaría ahora luchando por respirar.”
Las palabras cayeron como golpes. Etna se inclinó hacia adelante, soportando el peso de la culpa sin levantar la mirada. Nadie en la sala se atrevió a replicar.
Mássimo avanzó lentamente hasta quedar frente a ellos. Su rostro era de piedra, pero en los ojos había un destello de dolor que no alcanzaba a ocultar.
Mássimo dice con acento turinés, “La verán. Pero entiendan algo: Leila no saldrá de aquí. No volverá a Catania. No será arrastrada de nuevo por el pasado ni por las culpas de nadie. Esta mujer… mi mujer… se queda conmigo. Yo la cuidaré. Yo lucharé por devolverla a la vida. Y si alguien cree que puede decidir distinto, que me lo diga ahora.”
El silencio fue total. Nadie osó romperlo. Etna tragó saliva, los ojos empapados, y apenas pudo asentir con un gesto breve, rendida. Karlo apretó los labios, resignado. Maurizio apartó la vista, ocultando el brillo húmedo en sus pupilas. Gianluca, el más joven, cerró los puños, incapaz de sostener la tensión, pero sin abrir la boca.
Mássimo dio un paso atrás y levantó la mano, señalando la puerta del pasillo que conducía al cuarto de Leila.
Mássimo dice con acento turinés, “Vayan. Pero recuerden: lo que verán allí no es la Leila que conocieron. Es la que Matteo quiso destruir, y la que yo juro volver a levantar.”
La atmósfera se volvió más densa aún, cargada de un dramatismo insoportable. Etna respiró hondo, temblando, y se puso en pie con los chicos tras ella. La decisión estaba tomada: iban a enfrentar el horror con sus propios ojos.
El pasillo que conducía al cuarto de Leila parecía haberse alargado con cada paso. Etna caminaba delante, las manos temblorosas sobre el regazo, mientras Karlo y Gianluca la seguían en silencio, y Maurizio cerraba la fila, apretando el cigarro apagado entre los dedos.
Cuando Elena abrió la puerta, el cuarto los recibió con un silencio absoluto, roto solo por el zumbido de los monitores y el murmullo constante de las bombas de infusión. La luz blanca iluminaba el cuerpo de Leila, resaltando cada contorno de su fragilidad.
Leila yacía sobre la cama articulada, los párpados entreabiertos, pero su mirada no parecía realmente percibir nada. Su rostro, pálido y tenso, mostraba la abnecia de quien ha estado tanto tiempo atrapado en el horror: ojos que se movían sin foco, manos que se agitaban como intentando asirse a algo inexistente. No había reconocimiento. No había conciencia de quienes la rodeaban.
Etna se detuvo al borde de la cama, temblando. Su corazón se quebró en un instante. Aquella mujer que la había entrenado, quien le había dado una razón para vivir y la había rescatado de la Camorra napolitana cuando tenía diecisiete años, ya no estaba. Solo quedaba un cuerpo frágil, abatido, un eco de la fuerza que alguna vez irradiara. Etna se cubrió el rostro con las manos, incapaz de contener el llanto, y las lágrimas comenzaron a deslizarse sin control. La culpa la devoraba: cómo no se dio cuenta, cómo no vio que Leila podría estar viva y secuestrada, cómo no previó el peor escenario.
Karlo se quedó paralizado frente a la cama. Su mejor amigo y casi hermano, Pietro, estaba al borde de la muerte, y ahora Leila, a quien él consideraba su hermana de sangre aunque fuera su jefa, y había protegido y respetado siempre, estaba irreconocible. Verla así, tan herida, tan quebrada, le arrancaba la respiración. El dolor y la culpa se mezclaban en su pecho; la noche de la emboscada a la finca, el momento en que no pudieron salvarla, se le repetía en cada latido. La mirada vacía de Leila lo atravesaba como un cuchillo que no podía sacar.
Karlo se acercó, la mandíbula apretada, los ojos fijos en Leila. El dolor era un puño en su estómago, una rabia sorda contra Matteo, contra el mundo que había permitido tal crueldad. Su lealtad a Leila era inquebrantable, y verla así, tan diminuta y quebrada, encendió una llama fría de venganza en su interior. Él también había prometido protegerla. Él también había fallado. Se inclinó, su mano grande y fuerte tembló antes de rozar suavemente el brazo de Leila, como si temiera romperla. "Leila...", murmuró, su voz ronca de emoción.
Leila no reaccionó. Su mirada seguía perdida, ausente, y el roce de Karlo no pareció registrarse en su conciencia. Era como si su alma hubiera abandonado el cuerpo, dejando solo una frágil envoltura. La escena era desoladora, una puñalada para todos los presentes que recordaban a la imponente Leila Ferrari.
Gianluca permanecía junto a la puerta, rígido, con los puños apretados a los lados del cuerpo. Siempre había tenido el amor de Leila, y ella había hecho todo lo posible por sacarlo de la cárcel cuando él había arruinado su propia vida. Esa mujer le había dado una segunda oportunidad, y ahora la encontraba así, destrozada, víctima de un sufrimiento que él nunca pudo evitar. No podía articular palabra; solo un nudo de dolor le subía desde el estómago hasta la garganta, y sus ojos se humedecieron, llenos de impotencia y amor perdido.
Maurizio, que hasta entonces había mantenido una fachada de dureza, se acercó lentamente. Sus ojos, habitualmente fríos y calculadores, ahora reflejaban una profunda tristeza. Recordaba a la Leila fuerte e inquebrantable que lo había reclutado y confiado en él, una mujer que no temía desafiarlo. Verla tan despojada, tan ajena a su propio ser, era un golpe demoledor. Se llevó una mano a la boca, intentando contener un gemido de dolor, mientras una lágrima solitaria se deslizaba por su mejilla. En ese instante, la imagen de la reina Ferrari se desvaneció, dejando solo a una mujer herida, y él, por primera vez en mucho tiempo, sintió el peso de una impotencia abrumadora.
Elena, Julien y Nuria se mantuvieron discretos junto a la cabecera, observando a la paciente con profesionalidad, conscientes de que cualquier movimiento en falso podía precipitar una crisis.
Etna, con un hilo de voz apenas audible, murmuró:
Etna murmura con acento catanés, “Leila… soy yo… Etna…
Pero no hubo reacción. Ninguna señal de reconocimiento. Solo un leve temblor en los dedos de la mano de Leila, que parecía más un reflejo involuntario que un gesto de conexión.
Karlo se dejó caer sobre la silla más cercana, la cabeza entre las manos, incapaz de contener los sollozos que se filtraban sin aviso. Gianluca respiró hondo, intentando mantener la compostura, mientras su pecho se oprimía con la angustia de quien observa a alguien que ama y que ha sido devastado más allá de toda lógica.
Etna bajó la mirada, la culpa y la desesperación pesando sobre sus hombros. Cada segundo parecía una eternidad. La Leila que conocían, la que los había formado, protegido y amado, parecía haberse perdido entre las sombras de su propio cautiverio.
Nuria intervino con voz suave, guiando a Etna para que no hiciera movimientos bruscos:
Nuria dice con acento Neomadrileño, “No la presionen. Su mente aún está atrapada en el cautiverio. Los reconocerá, pero no ahora. Su cuerpo está aquí, pero su conciencia… todavía no.
Elena agregó, con tono firme:
Elena dice con acento Ferrarés, “Mantengan la calma. Cada estímulo debe ser controlado. Este es un cuerpo que lucha por vivir, y debemos sostenerlo sin perturbar la mínima estabilidad que hemos logrado.
El cuarto quedó nuevamente en un silencio absoluto. La única evidencia de vida eran las respiraciones entrecortadas de Leila, el pitido suave de los monitores y la tensión palpable de quienes la amaban y no podían tocarla ni rescatarla de su abnecia.
Después de unos largos minutos en silencio, Karlo se enderezó lentamente, frotándose los ojos con el dorso de la mano. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, como si quisiera retener cada instante frente a Leila, pero sabía que no podían quedarse más tiempo. Pietro necesitaba su presencia, y la incertidumbre sobre su vida pesaba igual que la agonía de ver a Leila así.
Etna, aún temblando, respiró hondo y se apartó un paso de la cama, como buscando fuerza en la distancia. Su voz temblorosa se abrió paso entre los sollozos:
Etna dice con acento catanés, “—Debemos… estar con Pietro. Él… lo necesita ahora.
Gianluca asintió, aunque cada gesto era pesado, cargado de un dolor que parecía atragantársele. Sus ojos se quedaron una última vez fijos en Leila, buscando algún signo de reconocimiento, algún parpadeo que dijera que la mujer que apreciaba aún estaba allí, aunque enterrada bajo el daño. No había nada. Solo la abnecia, el vacío que lo desgarraba por dentro.
Karlo se inclinó una vez más sobre la cama, apenas rozando la mano de Leila con la suya, un contacto mínimo que no la despertó, pero que él necesitaba como rito de despedida. Susurró, con la voz rota:
Karlo dice con acento siciliano, “Volveré, Leila. Te prometo que no te dejaré sola…
Etna extendió la mano, rozando suavemente el brazo de Leila, pero retirándola casi de inmediato, consciente de que cualquier estímulo demasiado directo podría desencadenar una crisis. Su corazón latía con fuerza, y su mente repicaba con culpa: la había admirado, confiado, amado como a una hermana, y ahora la encontraba irreconocible.
Gianluca se llevó una mano al pecho, como conteniendo el dolor que lo atravesaba. Murmuró para sí mismo:
Gianluca Murmura con acento napolitano, “Te juro que no permitiré que esto quede así…
Maurizio permaneció unos segundos más, contemplando a Leila con ojos duros pero llenos de pesar, y finalmente se volvió hacia los demás:
Maurizio dice con acento siciliano, “Vamos. Pietro nos necesita.
El grupo avanzó hacia la puerta, el aire cargado con la intensidad de lo que habían presenciado. Cada paso resonaba en el pasillo, un recordatorio de la fragilidad de Leila y de la impotencia que sentían. Mientras salían, Karlo lanzó una última mirada por encima del hombro, grabando mentalmente la imagen de la mujer que había sido su hermana de sangre, su jefa, su amiga.
Al cerrar la puerta, la habitación quedó en un silencio absoluto. Los monitores continuaban su ritmo constante, pero la ausencia de los chicos dejó un vacío emocional palpable. Solo los murmullos profesionales de Elena, Julien y Nuria mantenían la calma clínica, recordando que, aunque la abnecia de Leila los separaba, su lucha por la vida apenas comenzaba.
En el pasillo, Karlo exhaló con fuerza, tratando de contener un gemido. Gianluca apoyó una mano en su hombro, silencioso, compartiendo el peso de la desesperanza sin palabras. Etna, entre ambos, bajó la cabeza, su pecho agitado, y por primera vez desde que entraron, permitió que la culpa se mezclara con la resolución de estar ahí, para sostenerlos a todos, aunque la batalla de Leila aún no tuviera un final visible.