Antes del inperio.

Aquí se irán publicando las escenas de rol tanto de trama principal, como las que querais publicar los jugadores. Debido a la naturaleza de este foro, si se admite contenido NSFW.
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Larabelle Evans
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Antes del inperio.

Mensaje por Larabelle Evans »

Sinopsis:

Mucho antes de que Leila Ferrari se convirtiera en la mente más temida de la mafia siciliana, existió una red de silencios, heridas y lealtades forjadas con sangre. Antes del Imperio narra la historia de quienes crecieron a la sombra de Matteo Ferrari, atrapados entre la obediencia forzada y la rabia contenida. Pietro, Karlo, Maurizio… y Chiara —antes de ser Etna—, eran solo adolescentes cuando sus destinos fueron arrebatados y sus vidas torcidas por una estructura que los moldeó como armas, no como personas.
Desde los barrios olvidados de Palermo hasta los rincones más oscuros de Nápoles, esta historia revela el origen de los que un día serían soldados, guardianes, traidores… y jefas. Una travesía por sus infancias robadas, sus primeros vínculos, sus heridas más profundas y la construcción invisible del imperio que Leila heredaría… sin saber que el precio sería el alma de cada uno de ellos.
Antes del Imperio es una historia de sobrevivientes. De los que no eligieron el mundo que los reclamó, pero que aprendieron a dominarlo… o morir en el intento.

Reviviendo recuerdos.

Punto de vista: etna.

EXTERIOR – PUERTO DE CATANIA – ZONA PRIVADA DE EMBARQUE – TARDE
El sol comenzaba a descender sobre el horizonte marino, tiñendo de oro las aguas tranquilas del puerto. Las grúas mecánicas se desplazaban lentamente, cargando los contenedores con precisión industrial. En el muelle, Etna caminaba a paso firme con su chaqueta táctica abierta, el cabello suelto, gafas oscuras. A su lado, Karlo ajustaba su auricular. Maurizio revisaba las planillas. Pietro, en mangas de camisa, supervisaba que la mercancía fuera asegurada correctamente dentro del primer barco.
Karlo dice con acento siciliano, "Mira nomás. Y pensar que hace años Leila no nos dejaba ni tocar una caja sin pasar tres inspecciones."
Maurizio se rió. De medio lado. Observaba los movimientos de carga como quien controla un ballet mecánico.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Te acuerdas cuando creíamos que esto era solo mover paquetes de un lado a otro?"
Pietro soltó una carcajada leve. Aunque sus ojos todavía no tenían todo el brillo de antes, la voz sonaba más viva que en semanas.
Pietro dice con acento siciliano, "O cuando Leila nos obligaba a correr diez kilómetros si llegábamos un minuto tarde… incluso si era domingo."
Karlo dice con acento siciliano, "A mí me hizo correr porque me fumé un puro en su oficina. Me gritó delante de todos. Hasta Chiara se rió…"
Etna giró el rostro, alzó una ceja.
Dices con acento catanés, "Yo me reí porque sabías que no debía hacerse. Lo hiciste igual. Era justicia poética."
Maurizio los miró a ambos, y luego bajó la voz. Más por respeto que por duda.
Maurizio dice con acento siciliano, "Etna… tú estabas desde antes. Pero nunca nos contaste por qué Leila te eligió para esta guerra. ¿Por qué tú? ¿Qué fue eso de que te salvó? ¿Cuándo te entrenaba?"
Etna detuvo el paso. El sonido de las poleas se desvanecía entre el viento salado. Se acercó al borde del muelle, donde podía mirar el mar directamente. Acarició la baranda oxidada con los dedos. Su voz, suave al principio.
Dices con acento catanés, "Estaba sola. Mis padres habían muerto… no por accidente. Mi tío traficaba con la Camorra. “
Los chicos callaron. Incluso Pietro, que nunca preguntaba demasiado.
Dices con acento catanés, "Un día… escuché algo que no debía. Un intercambio. Nombres. Códigos. Me siguieron. Corrí. No tenía dónde esconderme. Leila estaba ahí. Se bajó de un coche negro. Me miró. Me preguntó si quería morir como rata… o vivir como loba."
Maurizio tragó saliva. El mar olía más salado de pronto.
Dices con acento catanés, "Me llevó con ella. No me preguntó mi nombre. No me preguntó mi edad. Me enseñó a disparar antes de enseñarme a leer los contratos. Me enseñó a mentir con los ojos abiertos, y a decir la verdad solo con los puños cerrados."
Karlo bajó la mirada, serio.
Karlo dice con acento siciliano, "¿Y por qué nunca nos lo dijiste?"
Etna giró hacia ellos. El viento le movió el cabello hacia atrás. Su rostro era el de una mujer que había enterrado más cosas de las que podía contar.
Dices con acento catanés, "Porque no era una historia. Era mi deuda. Leila me hizo fuerte. Me dio una razón para vivir. Cuando ella me nombró sucesora… no fue por afecto. Fue porque sabía que yo jamás me vendería. Ni por amor. Ni por dinero. Ni por miedo."
Pietro se acercó. Tenía el rostro más sereno que en semanas. Sus palabras, pausadas.
Pietro dice con acento siciliano, "Entonces… Leila sabía que, cuando todo se fuera al carajo, tú serías la que quedara de pie."
Etna asintió. Sus ojos, fijos en el agua.
Dices con acento catanés, "Y lo estaré. Hasta que Matteo caiga. Hasta que el último bastardo que le dio la espalda… conozca lo que significa el nombre Ferrari."
Maurizio sonrió. No por burla. Por respeto.
Dices con acento catanés, "les contaré el día que todo empezó para mí. "

La noche enn que todo cambió para Chyara.

Punto de vista: Chyara.

La tormenta había comenzado hacía apenas unos minutos. El viento golpeaba los postigos de madera vieja con furia, como si advirtiera lo que estaba por ocurrir. En el interior, las velas temblaban sobre las mesas, dejando sombras largas y deformes sobre las paredes.
Chiara D’Amico Balestra bajó las escaleras descalza. Llevaba una camiseta larga con el cuello vencido, manchada de pintura vieja. Alta, delgada pero con curvas ya definidas; su figura era ágil, armoniosa. Su piel era de un tono durazno suave, con pecas tenues salpicadas sobre el puente de la nariz y las mejillas, como restos de veranos felices al aire libre. Su cabello largo, liso, de un rubio platinado natural, le caía como una cascada brillante por la espalda. Y sus ojos —verde oscuro, soñadores— ahora reflejaban una tensión que no conocía hasta esa noche.
Desde la cocina llegaban voces. Voces que no deberían estar ahí.
Chiara se detuvo en el último peldaño. Respiró apenas. Sabía que algo estaba mal. Su instinto, agudo desde niña, la tensaba por dentro como una cuerda.
Se acercó a la puerta entreabierta. Miró.
Su madre, Elisabetta Balestra, estaba de rodillas en el suelo, con las manos alzadas y los labios sangrando por dentro de tanto apretarlos. Llevaba aún su delantal de cocina, como si el horror la hubiese sorprendido mientras servía la cena. Su padre, Vincenzo D’Amico, estaba sentado contra la pared, con un hilo de sangre en la comisura del labio. El rostro duro, de ojos de acero, estaba golpeado. Pero no roto. Era un hombre que no pedía clemencia.
Frente a ellos, el hermano de su madre, Dario Balestra, apuntaba con una pistola niquelada. Su rostro, alguna vez familiar, parecía ahora una máscara sin alma. Llevaba una gabardina empapada por la lluvia y botas negras con barro reciente. No dudaba. No temblaba.
Tío Dario dice con acento napolitano, "Esto no es personal, Vincenzo. Es solo… lo que tiene que hacerse."
Vincenzo dice con acento napolitano, "Vendiste a tu propia sangre, bastardo."
Tío Dario lo miró sin pestañear.
Tío Dario dice con acento napolitano, "No vendí a nadie. Solo liberé lo que vale. Y Chiara... Chiara vale más de lo que tú jamás entenderías."
Elisabetta gritó. Se arrastró hacia él.
Elisabetta dice con acento napolitano, "¡Por favor! ¡Es solo una niña!"
Tío Dario bajó la mirada hacia ella con desdén.
Tío Dario dice con acento napolitano, "Es hermosa. Es virgen. Y hay hombres dispuestos a pagar millones por eso. ¿Tú crees que la Camorra cuida ángeles? No. La Camorra alimenta al mundo."
Chiara retrocedió. No gritó. No respiró. Su corazón estaba a punto de explotar. La garganta le ardía de rabia, de incredulidad, de horror.
Vincenzo levantó la cabeza. Sus ojos se clavaron en los de su hija, al otro lado de la puerta. Fue un instante. Pero fue eterno.
Chiara nunca olvidaría esa mirada.
Vincenzo dice con acento napolitano, "Corri, picciridda. Corri."
Un disparo. Luego otro.
Chiara corrió.
Chiara corría sin zapatos, con el barro salpicándole las piernas largas. La camiseta se le pegaba al cuerpo. Las piernas le ardían. El cabello mojado le golpeaba la espalda. Tenía los ojos abiertos de par en par y el corazón latiéndole como un tambor de guerra. No lloraba. No tenía tiempo.
No miraba atrás. Ya sabía que nadie de su sangre venía a buscarla.
Solo hombres.
Hombres con redes. Con maletas. Con papeles firmados. Hombres que la querían vender.
Como una mercancía. Como si no fuera más que una cara bonita y un cuerpo en flor.
Se escondió en una casa abandonada en las afueras del pueblo. Respiró entre escombros y polvo. Tembló. No de frío. De miedo. De rabia. De una tristeza tan vasta que no cabía en el cuerpo.
Y no lloró.
Porque incluso a esa edad, Chiara entendió algo:
Que el mundo no le debía nada.
Y que si quería vivir… tendría que quitarle al mundo lo que le negó.
Horas más tarde.
La tormenta había cesado, pero el cielo seguía encapotado. Grises densos cubrían Nápoles como un luto silencioso. El amanecer apenas insinuaba su luz entre los callejones. La humedad lo cubría todo: los muros, los charcos, los huesos de Chiara. Sentada bajo un toldo metálico roto, con los brazos rodeando sus rodillas, temblaba.
El estómago le gruñía con desesperación. No sabía si del hambre o del pánico. Había pasado la noche despierta, escondida, esperando. No por rescate. No por justicia. Esperaba a que el miedo se transformara en rabia. Y esa transformación… estaba ocurriendo.
Cuando el primer rayo de sol alcanzó la piedra rota frente a ella, se levantó. Caminó. Buscó un locutorio, una farmacia, un sitio cualquiera donde hubiera un teléfono. Había una sola persona en el mundo a la que podía llamar. A la que debía llamar.
Leila Ferrari.
El número lo tenía memorizado. Desde hacía más de un año. Desde que habían coincidido en el instituto de Catania, por apenas unas semanas. Chiara había estado en esa ciudad mientras sus padres hacían negocios temporales. Tenía quince entonces. Leila, diecisiete.
Y aunque ambas venían de mundos diferentes… algo había ocurrido.
Leila era distinta a todas. No reía por costumbre. No buscaba aprobación. No se dejaba tocar ni emocional ni físicamente por nadie. Chiara lo notó desde el primer instante. Y fue justamente eso lo que la atrajo.
No se hicieron amigas de inmediato. Leila no permitía esas cosas. Pero Chiara insistió. Le hablaba en los pasillos, se sentaba a su lado en clase, compartía sus apuntes. Nunca la forzó. Solo… estuvo. Y poco a poco, Leila empezó a dejarla entrar. A su manera. Sin promesas. Sin afecto visible. Pero con algo más profundo: confianza. El tipo de confianza que vale más que el amor.
Y esa confianza… era la que ahora le daba valor para marcar su número.
Chiara llegó a una vieja caseta telefónica cerca del mercado. Metió unas monedas que había robado del bolso olvidado de una mujer en la farmacia. Marcó. Las manos le temblaban. El auricular estaba sucio. Leila contestó en la tercera llamada.
Leila dice con acento siciliano, "Chiara?"
Chiara tragó saliva. La voz se le quebraba.
Chiara dice con acento napolitano, "Leila… necesito que vengas. No tengo a nadie más. Mataron a mis padres. Me quieren vender."
Silencio. Luego, la respiración de Leila al otro lado se volvió más intensa. No preguntó cómo, ni por qué, ni si era una broma.
Leila dice con acento siciliano, "Dime dónde estás."
Chiara le dio el nombre del callejón, la tienda más cercana. Colgó. Se dejó caer de nuevo en el suelo húmedo. Y esperó.
Pasaron algunas horas.
Un Maserati negro, brillante y cubierto por salpicaduras de camino, frenó de golpe frente a la caseta. La puerta se abrió. Leila bajó. Sin escoltas. Sin guardias. Nadie más sabía de ese viaje. Iba vestida de negro. Chaqueta de cuero ajustada. Botines de tacón bajo. Pelo recogido en una trenza apretada.
Cuando vio a Chiara, no dijo nada.
Solo se acercó, se agachó, y le ofreció la mano.
Chiara la tomó. Y por primera vez esa noche… lloró. Lloró sin sonido. Lloró contra el pecho de una muchacha que, aunque de su edad, ya sabía cómo cargar los secretos del mundo.
Leila la sostuvo en silencio. Miró alrededor. Calculó. Ya pensaba en la ruta de escape, en la ropa que Chiara necesitaría, en la nueva identidad que tendría que conseguirle. Pero por unos segundos… solo fue eso.
Dos adolescentes.
Una, rota.
La otra, ya entrenada para sobrevivir.
Y sin decirlo, sin prometerlo, Leila supo lo que había hecho.
Había rescatado a una sombra.
Y Chiara, sin saberlo aún, acababa de renacer. Bajo otra forma. Bajo otra vida.
Larabelle Evans
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Re: Antes del inperio.

Mensaje por Larabelle Evans »

el comienzo de la principessa del terrore.

Punto de vista: Especial Leila en el recuerdo de los chicos.

El Maserati negro cortaba el asfalto húmedo como una flecha envuelta en furia y elegancia. Las gotas recientes de lluvia resbalaban por la carrocería reluciente mientras el vehículo descendía por la colina que conducía a la ciudad antigua. Desde el interior, los edificios de Nápoles parecían dormidos aún. Pero no para ella.
Leila Ferrari iba al volante.
Sus manos, enguantadas en cuero fino, se aferraban al volante con naturalidad. Como si hubiera nacido para dominarlo todo. El sol atravesaba el parabrisas tintado, iluminando apenas el contorno de su rostro. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta, tensa, sin una hebra fuera de lugar. Lentes oscuros. Labios delineados en rojo sutil. Una blusa blanca de seda apenas visible bajo el abrigo caramelo que colgaba del asiento trasero.
A su derecha, Pietro mantenía la vista fija en el GPS montado sobre el panel. No hablaba mucho desde que salieron de Palermo al amanecer. Su deber era claro. Su lealtad, inquebrantable.
En el asiento trasero, Karlo y Maurizio discutían por el último trozo de pan de higos que Leila había llevado del desayuno en la finca.
Maurizio dice con acento siciliano, "No entiendo por qué siempre haces esto. ¡Lo dejé en la servilleta, era mío!"
Karlo dice con acento siciliano, "No lo marcaste con sangre, fratello. En esta vida, lo que no se reclama, se pierde."
Maurizio resopló, resignado. Karlo le guiñó un ojo mientras se lo terminaba de un bocado.
Leila no dijo nada. Pero sonrió. Apenas.
Pietro rompió el silencio.
Pietro dice con acento siciliano, "Llegamos en menos de diez. Las cámaras ya detectaron la matrícula. Matteo dejó todo limpio."
Leila bajó lentamente los lentes oscuros. Miró a Pietro con calma… y con filo.
Dices con acento siciliano, "No vine a Nápoles con las reglas de Matteo. Vine con las mías."
Pietro no respondió. Se limitó a asentir.
El coche giró con suavidad hacia una vía secundaria. A medida que se acercaban al centro, la ciudad se hacía más ruidosa. Más viva. Más peligrosa.
Karlo apoyó el codo en el respaldo del asiento delantero.
Karlo dice con acento siciliano, "¿Y cuál es el plan, jefa? ¿Buscamos café? ¿Contactos? ¿O una terraza donde podamos ver cómo el mundo se rinde a tus pies?"
Dices con acento siciliano, "Primero el poder. Después… el espectáculo."
Maurizio se rió por lo bajo.
Maurizio dice con acento siciliano, "Si alguien más dijera eso, me parecería arrogante. Pero tú… tú haces que suene como una verdad universal."
Leila dobló hacia una avenida más estrecha. Las motos se abrían a su paso. La gente se giraba. No sabían quién era. Pero la sentían. Como se siente la tormenta antes de caer.
INTERIOR – CALLEJÓN DE SPACCANAPOLI – 10:40 A.M.
El Maserati se detuvo frente a un edificio antiguo, de muros descascarados y ventanas oxidadas. Leila apagó el motor con un giro rápido de muñeca. Salió sin prisa, dejando que los tacones sonaran con firmeza sobre los adoquines mojados.
Pietro bajó detrás de ella. Luego Karlo. Luego Maurizio.
Pietro dice con acento siciliano, "Aquí empieza."
Leila respiró profundo. Miró al cielo. Luego a la calle. A cada puerta. A cada rostro.
Dices con acento siciliano, "Aquí empieza… pero no termina."
El pasillo olía a humedad, cigarro barato y promesas podridas. Las paredes descascaradas estaban llenas de grafitis, marcas de cuchillo y una historia que nadie había escrito pero todos sabían leer.
Leila subía las escaleras como si no pisara tierra ajena. Cada paso sonaba firme.
Su chaqueta de piel corta ondeaba con elegancia sobria. Llevaba pantalones ceñidos de tela negra, cinturón con hebilla dorada y gafas oscuras que aún no se quitaba. No necesitaba mostrar los ojos para ser vista.
Pietro abría paso, discreto, con una mirada que lo decía todo: nadie se acercaba a ella sin consecuencias.
Karlo subía detrás, con las manos en los bolsillos de su chaqueta táctica. Observaba todo. Cada ventana entreabierta. Cada sombra bajo las puertas.
Maurizio cerraba el grupo. De vez en cuando, lanzaba una mirada ladeada hacia Leila. Aún no sabía cómo encasillarla. Pero sí sabía una cosa: no había nacido para ser segunda de nadie.
Tercer piso. Puerta verde. Pared agrietada. Una cámara de seguridad oxidada apenas giraba en la esquina. Pietro tocó tres veces. Luego una pausa. Luego una más.
La cerradura se abrió con un clic perezoso.
INTERIOR – SALÓN DE NEGOCIACIÓN – MISMO INSTANTE
La sala estaba iluminada por una única lámpara colgante, sucia de polvo. En el centro, una mesa metálica. Alrededor, cinco hombres. Todos armados. Todos sentados. Todos fumando.
Uno de ellos se levantó al verla. Era calvo, con un tatuaje tribal mal hecho en la cabeza. Su chaqueta abierta dejaba ver una pistola enganchada al cinturón.
El hombre dice con acento napolitano, "Tú debes de ser la Ferrari que viene a jugar con los grandes."
Leila no respondió. Caminó hasta el centro de la habitación. Se quitó las gafas con un solo movimiento. Sus ojos, oscuros, como una noche sin perdón, miraron al hombre sin pestañear.
Dices con acento siciliano, "Si estás aquí, es porque tú quieres jugar. No yo."
El silencio fue inmediato. Uno de los hombres chasqueó los labios, incómodo. Otro se enderezó en la silla.
Leila depositó sobre la mesa un pequeño maletín negro. Lo giró con elegancia. Lo abrió. Dentro, documentos. Rutas. Códigos de carga. Transferencias electrónicas.
Dices con acento siciliano, "Medellín entregará 400 kilos esta semana. 150 pasan por Gioia Tauro, el resto… por Nápoles. ¿Tú decides si haces dinero… o haces historia."
Karlo murmuró por lo bajo, desde la pared.
Karlo dice con acento siciliano, "Santa madre… la jefa no juega."
Maurizio se cruzó de brazos.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Cuánto tarda alguien en nacer con ese tipo de sangre? ¿Veinte años? ¿Treinta?"
El hombre calvo caminó alrededor de la mesa. Tomó un papel. Lo leyó. Luego miró a Leila con media sonrisa.
El hombre dice con acento napolitano, "Y si decimos que no… ¿Qué pasa?"
Leila se acercó. Casi pecho con pecho. Apenas unos centímetros los separaban.
Dices con acento siciliano, "Si dices que no… otro dirá que sí. Y tú verás pasar los millones por tu calle… sin poder tocarlos."
El hombre se quedó inmóvil. Luego se rió.
El hombre dice con acento napolitano, "Puta madre… eres igualita a tu viejo. Pero con faldas."
Leila mantuvo la mirada, desafiante, mientras el hombre napolitano soltaba una carcajada gutural. La tensión en la sala era palpable, el humo de los cigarrillos se espesaba, creando un ambiente denso y opresivo.
Dices con acento siciliano, "El tiempo es oro, y el tuyo se está acabando. ¿Aceptas el trato o te quedas mirando?"
El hombre, con una mueca de diversión, asintió lentamente.
El hombre dice con acento napolitano, "Me gusta tu estilo, Ferrari. Eres una perra con clase. Aceptamos."
Leila sonrió, una sonrisa fría y calculadora que no llegaba a sus ojos.
Dices con acento siciliano, "Perfecto. Entonces, hablemos de números."
Se alejó un paso, recuperando la distancia. Señaló los documentos sobre la mesa.
Dices con acento siciliano, "La mercancía llegará en tres días. El pago, en dos transferencias. Una a la llegada, otra a la entrega final. Todo está detallado aquí."
El hombre calvo asintió, tomando los documentos y hojeándolos con avidez. Los otros hombres se acercaron, curiosos, examinando los detalles.
El hombre dice con acento napolitano, "Todo parece en orden. Pero, ¿qué me garantiza que no nos vas a joder?"
Leila lo miró fijamente, sin inmutarse.
Dices con acento siciliano, "Mi palabra. Y la de mi gente. Si intentas algo… te arrepentirás."
Karlo, desde la pared, asintió con la cabeza, confirmando la amenaza implícita. Maurizio, con una sonrisa cínica, se encogió de hombros.
Maurizio dice con acento siciliano, "Con la Ferrari no se juega. Ya lo sabes."
El hombre napolitano, tras un breve momento de reflexión, extendió la mano.
El hombre dice con acento napolitano, "Trato hecho, Ferrari. Que la suerte nos acompañe."
Leila estrechó su mano, con firmeza. Sus dedos se entrelazaron en un apretón de manos que sellaba el acuerdo.
Dices con acento siciliano, "Que así sea."
La sala se relajó. El ambiente tenso se disipó, reemplazado por una extraña camaradería. Los hombres volvieron a sus asientos, fumando y hablando en voz baja. Leila cerró el maletín, guardando los documentos.
Dices con acento siciliano, "Entonces, caballeros… ¿qué tal un brindis por el éxito de nuestra empresa?"
Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Alguien sacó una botella de whisky y vasos. La negociación había terminado. La mercancía estaba vendida. Y Leila, la Ferrari, había demostrado una vez más su valía en el despiadado mundo del crimen organizado.
Cuando salieron del edificio, la luz del mediodía golpeó sus rostros. Pietro caminó al frente, con el gesto de siempre. Pero Karlo y Maurizio… la miraban diferente.
Karlo dice con acento siciliano, "No sé tú, Mauri, pero creo que hoy entendí por qué nos llaman sus perros. No por obedecerle… sino porque nos hace querer cuidar su mundo con los dientes."
Maurizio dice con acento siciliano, "Y si alguien más intenta morderlo… lo despedazamos."
Leila los escuchó. Pero no giró. Solo caminó hasta el coche.
Dices con acento siciliano, "Cargamento asegurado. Ahora… quiero café. Y un paseo. Esta ciudad huele a historia."
El Maserati arrancó de nuevo, dejando tras de sí el polvo de un acuerdo silencioso… y el inicio de una guerra aún invisible.
El Maserati negro descendía por la vía Toledo con una elegancia peligrosa. El rugido del motor era un ronroneo contenido, como el de un felino antes del salto. Leila conducía con una mano en el volante, la otra recargada en la ventanilla abierta. Su expresión era pura satisfacción silenciosa. Había cerrado su primer trato grande dentro de la mafia. Y no solo había salido ilesa… había salido reinando.
Pietro iba en el asiento del copiloto. Con los brazos cruzados. Serio, pero atento. Miraba por el retrovisor lateral cada vez que otro coche se acercaba demasiado. Era un custodio. Pero sobre todo, era su sombra.
Detrás, Karlo y Maurizio compartían asiento. Karlo con las piernas abiertas y los codos en las rodillas. Observaba el tráfico como si quisiera memorizar cada rostro. Maurizio con la cabeza recostada en el marco de la ventana, masticando chicle como si nada le preocupara… aunque en sus ojos brillaba el mismo fuego que Leila había encendido en todos.
Pasaron frente a los Quartieri Spagnoli, donde la ropa colgada bailaba al viento como banderas de un mundo antiguo. Leila no desvió la mirada. El contraste entre miseria y poder le resultaba tan natural como el aroma del mar.
Dices con acento siciliano, "La ciudad no duerme. Solo finge que lo hace para que no la despierten a golpes."
Maurizio se rió.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Desde cuándo las calles tienen poesía?"
Karlo giró la cabeza, mirándola de perfil.
Karlo dice con acento siciliano, "Desde que tú empezaste a caminar sobre ellas como si fueran tuyas."
Leila sonrió sin apartar la vista del camino.
Dices con acento siciliano, "No son mías. Pero sí me saludan como si me reconocieran."
El coche dobló hacia el Lungomare, bordeando la costa. A la izquierda, el Mediterráneo relucía bajo el sol de mediodía. A la derecha, cafeterías, hoteles con cortinas blancas, y turistas que no sabían en qué ciudad realmente estaban.
El Maserati se detuvo frente a una esquina elegante de Via Partenope, donde se alzaba una de las cafeterías más antiguas de Nápoles: Caffè del Mare. Ventanales amplios, hierro forjado en las jardineras, aroma a espresso y a croissants recién horneados.
Pietro bajó primero, asegurando el perímetro con la mirada. Luego abrió la puerta trasera. Karlo y Maurizio salieron con paso casual. Leila descendió por el lado del conductor. El tacón de sus botas resonó contra el empedrado.
El grupo ocupó una mesa junto a la ventana. Desde allí se veía el mar y parte del Castel dell’Ovo a lo lejos. El camarero los reconoció de inmediato y no preguntó. Trajo una bandeja con espressos, botellas de agua con gas y tres cannoli.
Leila se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla. Cruzó una pierna sobre otra. Mantuvo las gafas puestas unos segundos más, luego las bajó con lentitud.
Dices con acento siciliano, "El trato está cerrado. El cargamento llega en tres días. Si algo falla… es culpa del cielo, no mía."
Pietro no respondió. Solo bebía su espresso como quien carga siglos en el cuerpo. Karlo se sirvió agua. Maurizio encendió un cigarrillo.
Karlo dice con acento siciliano, "Ese tipo… el de la sala. El calvo. Se cagó apenas le hablaste. Vi cómo le tembló la mano cuando firmó."
Maurizio asintió.
Maurizio dice con acento siciliano, "Tenía miedo. Pero más que eso… tenía respeto. Hay algo en ti, Leila. Algo que los hombres como él reconocen. Como si supieran que si te cruzan, no hay regreso."
Leila tomó el cigarro de Maurizio y le dio una calada lenta. Luego lo devolvió.
Dices con acento siciliano, "Es la sangre. Mi apellido. Pero también es lo que construí cuando nadie me veía."
Karlo se inclinó sobre la mesa.
Karlo dice con acento siciliano, "Y ahora te vemos. Todos."
Leila los miró a los tres. Pietro, con sus silencios protectores. Karlo, con su ironía y su lealtad. Maurizio, con su descaro encantador. Los tres… su primer círculo.
Dices con acento siciliano, "No vine a hacer amigos. Pero si van a estar cerca de mí… más vale que entiendan algo."
Se inclinó hacia ellos.
Dices con acento siciliano, "Nadie muere por mí. No lo permitiré. Pero si deciden quedarse… vivirán por algo más grande que todos nosotros."
Silencio. Solo el sonido del mar afuera.
Maurizio dice con acento siciliano, "Entonces que empiece el reinado, jefa."
Karlo alzó su espresso.
Karlo dice con acento siciliano, "Por la Ferrari."
Pietro bajó la taza con lentitud.
Pietro dice con acento siciliano, "Y por la tormenta que está por venir."
Leila levantó la copa de agua. Brindó.
Y por primera vez… el sol de Nápoles pareció inclinarse ante una nueva soberana.
La mesa estaba rodeada de tazas vacías, cucharillas con restos de espuma, vasos de agua a medio terminar y un par de servilletas arrugadas con notas escritas al reverso. El sol entraba por los ventanales, iluminando a Leila desde el lado izquierdo. Ella apoyaba un codo sobre la mesa, los dedos jugando con el borde de su taza.
Pietro, sentado a su derecha, permanecía atento a los movimientos del exterior, pero no intervenía. Karlo y Maurizio, frente a ella, parecían más relajados.
Maurizio tomó un sorbo de su segundo café y rompió el silencio.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Sabes qué es lo peor de todo esto? Que no puedo creer que nos estén pagando por acompañarte a tomar café."
Karlo rió entre dientes.
Karlo dice con acento siciliano, "Te pagan por no meter la pata, Mauri. Que no es lo mismo."
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Quién dijo que meto la pata? Hasta ahora, no se ha muerto nadie en mis turnos."
Pietro murmuró sin levantar la vista del ventanal.
Pietro dice con acento siciliano, "Porque siempre estás fumando en la puerta."
Maurizio alzó las manos.
Maurizio dice con acento siciliano, "¡Exacto! Estoy alerta, hermano. Vigilando. Los fumadores somos los que primero vemos todo."
Leila no dijo nada por unos segundos. Bebió el resto de su café. Luego se inclinó levemente hacia ellos.
Dices con acento siciliano, "¿Siempre hablan así cuando no estoy cerca?"
Karlo alzó una ceja.
Karlo dice con acento siciliano, "Cuando no estás cerca, hablamos peor."
Maurizio asintió, con una sonrisa ladeada.
Maurizio dice con acento siciliano, "Aunque cuando no estás cerca... tampoco se siente igual. Es más aburrido. Hay que admitirlo."
Leila los observó. No sonrió. Pero su tono fue más relajado que de costumbre.
Dices con acento siciliano, "No me necesitan para entretenerse. Han vivido en esa casa desde que tienen memoria."
Karlo bajó la vista por un segundo. Luego la miró.
Karlo dice con acento siciliano, "Sí, pero desde que Matteo nos reclutó... tú fuiste siempre diferente."
Maurizio dice con acento siciliano, "No eras como los otros niños. No llorabas. No hacías berrinches. No jugabas con los juguetes caros."
Karlo dice con acento siciliano, "Solo pedías armas de juguete."
Pietro soltó un bufido breve, apenas audible.
Pietro dice con acento siciliano, "Y leía. Mucho."
Leila dejó la taza a un lado. Se recostó sobre el respaldo de la silla. Sus piernas cruzadas, el rostro sin emoción.
Dices con acento siciliano, "Sabía que nadie iba a venir a salvarme si las cosas se ponían mal. Ni siquiera Matteo. Así que sí. Prefería saber cómo funcionaban las cosas… desde niña."
Karlo no respondió. Pero la miraba con un dejo de respeto que no tenía forma de disimular.
Maurizio, por su parte, cambió el tono.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Y te molesta que estemos aquí? ¿Nos ves como... intrusos?"
Leila no respondió de inmediato. Su mirada recorrió los rostros de los tres. Luego habló sin dureza, pero con claridad.
Dices con acento siciliano, "No me molesta. Solo me cuesta confiar. No por ustedes. Por el mundo."
Maurizio asintió. Como si lo entendiera. Como si no esperara otra respuesta.
Karlo dice con acento siciliano, "Entonces no confíes. Pero deja que estemos. A veces… eso basta."
Pietro bebió el último trago de su café.
Pietro dice con acento siciliano, "Nadie aquí quiere algo que no esté dispuesto a ganarse. Solo hacemos lo que Matteo nos enseñó. Proteger lo que vale la pena."
Leila se quedó en silencio un momento. Luego miró hacia la calle. La vida seguía afuera. Turistas riendo. Gente caminando sin saber nada del mundo que ellos habitaban.
Dices con acento siciliano, "El trato está cerrado. Hoy no quiero hablar de negocios por una hora. Solo eso."
Maurizio dice con acento siciliano, "Entonces vas a tener que escuchar nuestras tonterías."
Karlo levantó el vaso de agua.
Karlo dice con acento siciliano, "Empezando por cómo Maurizio se cayó por las escaleras del ala este cuando tenía quince años porque quería impresionar a una cocinera."
Maurizio se llevó la mano al pecho.
Maurizio dice con acento siciliano, "¡Era hermosa! Y además... me dio hielo para la frente."
Pietro murmuró.
Pietro dice con acento siciliano, "Porque tenías una frente del tamaño del ego de Matteo."
Las carcajadas se mezclaron con el sonido de los platos. Leila no rió. Pero esa vez… no se levantó para irse. Se quedó.
La mesa seguía llena de tazas vacías, vasos de agua, migas de croissants que nadie había querido limpiar. La camarera había pasado dos veces, pero Leila solo la miró con un gesto. Nadie se iba. Nadie tenía apuro.
El sol bajaba levemente por los ventanales altos. La calle hervía de turistas. Pero dentro, todo se sentía suspendido.
Los 4 seguían conversando cuando de pronto el ambiente se puso nostálgico y colmado de recuerdos. Leila se interesó por saber con exactitud por qué motivo ellos habían sido reclutados por Matteo. Ella era muy pequeña cuando ellos llegaron a vivir a la mansión y su padre era un tirano con ella, con todos en esa casa, en esa prisión de la que no podía escapar.
Karlo miró su taza vacía. Jugó con la cucharilla entre los dedos.
Karlo dice con acento siciliano, "Yo llegué a esa casa por una deuda. Mi viejo jugaba. Y jugaba mal. Bebía más de lo que ganaba, y cuando Matteo lo encontró, ya no podía ni firmar. Así que firmó por mí."
Pietro lo miró en silencio. Maurizio se quedó quieto.
Karlo continuó. No había drama en su voz. Solo memoria.
Karlo dice con acento siciliano, "Tenía quince. Era bueno para robar motos. Eso le gustó a Gianlorenzo. Me subieron a un coche negro y no volví a casa. Matteo mató a mis padres. Dijo que así yo no debía nada. Que estaba libre para servirle."
Leila no dijo nada. Lo observaba. Sin juicio. Sin sorpresa.
Karlo se encogió de hombros.
Karlo dice con acento siciliano, "Al principio, no entendía nada. Solo seguía órdenes. Pero luego... luego quise vivir. Y si tenía que vivir siendo de los suyos… lo haría a mi manera."
Maurizio bajó la mirada. Jugaba con una miga de pan entre los dedos.
Maurizio dice con acento siciliano, "Yo... nunca tuve familia. Me dejaron en una casa hogar cuando tenía tres. No me acuerdo de mi madre. Ni siquiera tengo una foto. Cuando cumplí quince, vino un tipo elegante, con traje. Dijo que era de una fundación privada."
Hizo una pausa. Su voz bajó.
Maurizio dice con acento siciliano, "Era Gianlorenzo. Me sacó. Me dio comida, ropa nueva, una cama con sábanas limpias. Me sentí alguien por primera vez. Pero no me dijo que la fundación... era una jaula. Me enseñaron a disparar, a no confiar, a torturar. Me aplaudían cuando podía romper a alguien en un interrogatorio. Me convertí en lo que querían."
Leila cruzó las piernas con calma. Pero sus ojos no se apartaban de él.
Maurizio lo notó. Y sonrió, pero sin alegría.
Maurizio dice con acento siciliano, "A veces, todavía me veo desde afuera. Como un fantasma con cuerpo. Pero cuando estoy con ustedes... siento que puedo volver a ser otra cosa."
Pietro se quedó mirando por la ventana. No se giró. Pero habló.
Pietro dice con acento siciliano, "Yo vendía dulces en Palermo. Afuera de los teatros. A los ocho años ya trabajaba para ayudar a mi madre. Cuando tenía catorce, se me acercó Gianlorenzo. Me ofreció trabajo estable, comida. Dijo que necesitaban chicos leales. Pensé que iba a ser repartidor."
Hizo una pausa. Su mandíbula se tensó.
Pietro dice con acento siciliano, "Terminé atado a una silla de metal, con cables conectados al pecho. Me entrenaron con dolor. Me rompieron. Y luego… me reconstruyeron. Al estilo Ferrari."
Leila bajó un poco la mirada. Un vaso de agua frente a ella permanecía intacto.
Pietro se giró, por fin. La miró.
Pietro dice con acento siciliano, "No te cuento esto para que lo sientas. Solo para que sepas de dónde venimos. Por qué seguimos aquí."
Karlo lo secundó, con voz baja.
Karlo dice con acento siciliano, "Porque contigo es distinto. Porque contigo... hay algo que no teníamos: dirección."
Maurizio asintió.
Maurizio dice con acento siciliano, "Y porque tú no finges. No haces como si esto no fuera una guerra. Pero tampoco nos tratas como bestias."
Leila los miró uno a uno. No se suavizó. No se rompió. Pero habló.
Dices con acento siciliano, "Yo no los traje a este estilo de vida. Pero no voy a dejarlos solos."
Silencio.
Solo el zumbido de la ciudad, el tintinear de una taza en otra mesa. Nada más.
Karlo dice con acento siciliano, "Entonces sigue guiando. Porque si hay que morir... prefiero hacerlo sabiendo que al menos esta vez, elegimos en qué bando estamos."
Maurizio levantó el vaso de agua.
Maurizio dice con acento siciliano, "Por eso. Por esta vez."
Leila no levantó el suyo. Pero sostuvo la mirada.
Dices con acento siciliano, "Esta vez… vamos a ganar."
Y en la mesa, en esa tarde napolitana, por un momento... no eran soldados. No eran huérfanos. No eran errores.
Eran cuatro. Unidos por el fuego. Por la sangre. Por una promesa muda de que jamás volverían a ser utilizados.
Solo esta vez... pelearían por ellos.
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