Entre sombras, vendetta y el amor.

Aquí se irán publicando las escenas de rol tanto de trama principal, como las que querais publicar los jugadores. Debido a la naturaleza de este foro, si se admite contenido NSFW.
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Larabelle Evans
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Entre sombras, vendetta y el amor.

Mensaje por Larabelle Evans »

Sinopsis:

Mucho antes de que Leila Ferrari se convirtiera en la mente más temida de la mafia siciliana, existió una red de silencios, heridas y lealtades forjadas con sangre. Antes del Imperio narra la historia de quienes crecieron a la sombra de Matteo Ferrari, atrapados entre la obediencia forzada y la rabia contenida. Pietro, Karlo, Maurizio… y Chiara —antes de ser Etna—, eran solo adolescentes cuando sus destinos fueron arrebatados y sus vidas torcidas por una estructura que los moldeó como armas, no como personas.
Desde los barrios olvidados de Palermo hasta los rincones más oscuros de Nápoles, esta historia revela el origen de los que un día serían soldados, guardianes, traidores… y jefas. Una travesía por sus infancias robadas, sus primeros vínculos, sus heridas más profundas y la construcción invisible del imperio que Leila heredaría… sin saber que el precio sería el alma de cada uno de ellos.
Antes del Imperio es una historia de sobrevivientes. De los que no eligieron el mundo que los reclamó, pero que aprendieron a dominarlo… o morir en el intento.

Reviviendo recuerdos.

Punto de vista: etna.

EXTERIOR – PUERTO DE CATANIA – ZONA PRIVADA DE EMBARQUE – TARDE
El sol comenzaba a descender sobre el horizonte marino, tiñendo de oro las aguas tranquilas del puerto. Las grúas mecánicas se desplazaban lentamente, cargando los contenedores con precisión industrial. En el muelle, Etna caminaba a paso firme con su chaqueta táctica abierta, el cabello suelto, gafas oscuras. A su lado, Karlo ajustaba su auricular. Maurizio revisaba las planillas. Pietro, en mangas de camisa, supervisaba que la mercancía fuera asegurada correctamente dentro del primer barco.
Karlo dice con acento siciliano, "Mira nomás. Y pensar que hace años Leila no nos dejaba ni tocar una caja sin pasar tres inspecciones."
Maurizio se rió. De medio lado. Observaba los movimientos de carga como quien controla un ballet mecánico.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Te acuerdas cuando creíamos que esto era solo mover paquetes de un lado a otro?"
Pietro soltó una carcajada leve. Aunque sus ojos todavía no tenían todo el brillo de antes, la voz sonaba más viva que en semanas.
Pietro dice con acento siciliano, "O cuando Leila nos obligaba a correr diez kilómetros si llegábamos un minuto tarde… incluso si era domingo."
Karlo dice con acento siciliano, "A mí me hizo correr porque me fumé un puro en su oficina. Me gritó delante de todos. Hasta Chiara se rió…"
Etna giró el rostro, alzó una ceja.
Dices con acento catanés, "Yo me reí porque sabías que no debía hacerse. Lo hiciste igual. Era justicia poética."
Maurizio los miró a ambos, y luego bajó la voz. Más por respeto que por duda.
Maurizio dice con acento siciliano, "Etna… tú estabas desde antes. Pero nunca nos contaste por qué Leila te eligió para esta guerra. ¿Por qué tú? ¿Qué fue eso de que te salvó? ¿Cuándo te entrenaba?"
Etna detuvo el paso. El sonido de las poleas se desvanecía entre el viento salado. Se acercó al borde del muelle, donde podía mirar el mar directamente. Acarició la baranda oxidada con los dedos. Su voz, suave al principio.
Dices con acento catanés, "Estaba sola. Mis padres habían muerto… no por accidente. Mi tío traficaba con la Camorra. “
Los chicos callaron. Incluso Pietro, que nunca preguntaba demasiado.
Dices con acento catanés, "Un día… escuché algo que no debía. Un intercambio. Nombres. Códigos. Me siguieron. Corrí. No tenía dónde esconderme. Leila estaba ahí. Se bajó de un coche negro. Me miró. Me preguntó si quería morir como rata… o vivir como loba."
Maurizio tragó saliva. El mar olía más salado de pronto.
Dices con acento catanés, "Me llevó con ella. No me preguntó mi nombre. No me preguntó mi edad. Me enseñó a disparar antes de enseñarme a leer los contratos. Me enseñó a mentir con los ojos abiertos, y a decir la verdad solo con los puños cerrados."
Karlo bajó la mirada, serio.
Karlo dice con acento siciliano, "¿Y por qué nunca nos lo dijiste?"
Etna giró hacia ellos. El viento le movió el cabello hacia atrás. Su rostro era el de una mujer que había enterrado más cosas de las que podía contar.
Dices con acento catanés, "Porque no era una historia. Era mi deuda. Leila me hizo fuerte. Me dio una razón para vivir. Cuando ella me nombró sucesora… no fue por afecto. Fue porque sabía que yo jamás me vendería. Ni por amor. Ni por dinero. Ni por miedo."
Pietro se acercó. Tenía el rostro más sereno que en semanas. Sus palabras, pausadas.
Pietro dice con acento siciliano, "Entonces… Leila sabía que, cuando todo se fuera al carajo, tú serías la que quedara de pie."
Etna asintió. Sus ojos, fijos en el agua.
Dices con acento catanés, "Y lo estaré. Hasta que Matteo caiga. Hasta que el último bastardo que le dio la espalda… conozca lo que significa el nombre Ferrari."
Maurizio sonrió. No por burla. Por respeto.
Dices con acento catanés, "les contaré el día que todo empezó para mí. "

La noche enn que todo cambió para Chyara.

Punto de vista: Chyara.

La tormenta había comenzado hacía apenas unos minutos. El viento golpeaba los postigos de madera vieja con furia, como si advirtiera lo que estaba por ocurrir. En el interior, las velas temblaban sobre las mesas, dejando sombras largas y deformes sobre las paredes.
Chiara D’Amico Balestra bajó las escaleras descalza. Llevaba una camiseta larga con el cuello vencido, manchada de pintura vieja. Alta, delgada pero con curvas ya definidas; su figura era ágil, armoniosa. Su piel era de un tono durazno suave, con pecas tenues salpicadas sobre el puente de la nariz y las mejillas, como restos de veranos felices al aire libre. Su cabello largo, liso, de un rubio platinado natural, le caía como una cascada brillante por la espalda. Y sus ojos —verde oscuro, soñadores— ahora reflejaban una tensión que no conocía hasta esa noche.
Desde la cocina llegaban voces. Voces que no deberían estar ahí.
Chiara se detuvo en el último peldaño. Respiró apenas. Sabía que algo estaba mal. Su instinto, agudo desde niña, la tensaba por dentro como una cuerda.
Se acercó a la puerta entreabierta. Miró.
Su madre, Elisabetta Balestra, estaba de rodillas en el suelo, con las manos alzadas y los labios sangrando por dentro de tanto apretarlos. Llevaba aún su delantal de cocina, como si el horror la hubiese sorprendido mientras servía la cena. Su padre, Vincenzo D’Amico, estaba sentado contra la pared, con un hilo de sangre en la comisura del labio. El rostro duro, de ojos de acero, estaba golpeado. Pero no roto. Era un hombre que no pedía clemencia.
Frente a ellos, el hermano de su madre, Dario Balestra, apuntaba con una pistola niquelada. Su rostro, alguna vez familiar, parecía ahora una máscara sin alma. Llevaba una gabardina empapada por la lluvia y botas negras con barro reciente. No dudaba. No temblaba.
Tío Dario dice con acento napolitano, "Esto no es personal, Vincenzo. Es solo… lo que tiene que hacerse."
Vincenzo dice con acento napolitano, "Vendiste a tu propia sangre, bastardo."
Tío Dario lo miró sin pestañear.
Tío Dario dice con acento napolitano, "No vendí a nadie. Solo liberé lo que vale. Y Chiara... Chiara vale más de lo que tú jamás entenderías."
Elisabetta gritó. Se arrastró hacia él.
Elisabetta dice con acento napolitano, "¡Por favor! ¡Es solo una niña!"
Tío Dario bajó la mirada hacia ella con desdén.
Tío Dario dice con acento napolitano, "Es hermosa. Es virgen. Y hay hombres dispuestos a pagar millones por eso. ¿Tú crees que la Camorra cuida ángeles? No. La Camorra alimenta al mundo."
Chiara retrocedió. No gritó. No respiró. Su corazón estaba a punto de explotar. La garganta le ardía de rabia, de incredulidad, de horror.
Vincenzo levantó la cabeza. Sus ojos se clavaron en los de su hija, al otro lado de la puerta. Fue un instante. Pero fue eterno.
Chiara nunca olvidaría esa mirada.
Vincenzo dice con acento napolitano, "Corri, picciridda. Corri."
Un disparo. Luego otro.
Chiara corrió.
Chiara corría sin zapatos, con el barro salpicándole las piernas largas. La camiseta se le pegaba al cuerpo. Las piernas le ardían. El cabello mojado le golpeaba la espalda. Tenía los ojos abiertos de par en par y el corazón latiéndole como un tambor de guerra. No lloraba. No tenía tiempo.
No miraba atrás. Ya sabía que nadie de su sangre venía a buscarla.
Solo hombres.
Hombres con redes. Con maletas. Con papeles firmados. Hombres que la querían vender.
Como una mercancía. Como si no fuera más que una cara bonita y un cuerpo en flor.
Se escondió en una casa abandonada en las afueras del pueblo. Respiró entre escombros y polvo. Tembló. No de frío. De miedo. De rabia. De una tristeza tan vasta que no cabía en el cuerpo.
Y no lloró.
Porque incluso a esa edad, Chiara entendió algo:
Que el mundo no le debía nada.
Y que si quería vivir… tendría que quitarle al mundo lo que le negó.
Horas más tarde.
La tormenta había cesado, pero el cielo seguía encapotado. Grises densos cubrían Nápoles como un luto silencioso. El amanecer apenas insinuaba su luz entre los callejones. La humedad lo cubría todo: los muros, los charcos, los huesos de Chiara. Sentada bajo un toldo metálico roto, con los brazos rodeando sus rodillas, temblaba.
El estómago le gruñía con desesperación. No sabía si del hambre o del pánico. Había pasado la noche despierta, escondida, esperando. No por rescate. No por justicia. Esperaba a que el miedo se transformara en rabia. Y esa transformación… estaba ocurriendo.
Cuando el primer rayo de sol alcanzó la piedra rota frente a ella, se levantó. Caminó. Buscó un locutorio, una farmacia, un sitio cualquiera donde hubiera un teléfono. Había una sola persona en el mundo a la que podía llamar. A la que debía llamar.
Leila Ferrari.
El número lo tenía memorizado. Desde hacía más de un año. Desde que habían coincidido en el instituto de Catania, por apenas unas semanas. Chiara había estado en esa ciudad mientras sus padres hacían negocios temporales. Tenía quince entonces. Leila, diecisiete.
Y aunque ambas venían de mundos diferentes… algo había ocurrido.
Leila era distinta a todas. No reía por costumbre. No buscaba aprobación. No se dejaba tocar ni emocional ni físicamente por nadie. Chiara lo notó desde el primer instante. Y fue justamente eso lo que la atrajo.
No se hicieron amigas de inmediato. Leila no permitía esas cosas. Pero Chiara insistió. Le hablaba en los pasillos, se sentaba a su lado en clase, compartía sus apuntes. Nunca la forzó. Solo… estuvo. Y poco a poco, Leila empezó a dejarla entrar. A su manera. Sin promesas. Sin afecto visible. Pero con algo más profundo: confianza. El tipo de confianza que vale más que el amor.
Y esa confianza… era la que ahora le daba valor para marcar su número.
Chiara llegó a una vieja caseta telefónica cerca del mercado. Metió unas monedas que había robado del bolso olvidado de una mujer en la farmacia. Marcó. Las manos le temblaban. El auricular estaba sucio. Leila contestó en la tercera llamada.
Leila dice con acento siciliano, "Chiara?"
Chiara tragó saliva. La voz se le quebraba.
Chiara dice con acento napolitano, "Leila… necesito que vengas. No tengo a nadie más. Mataron a mis padres. Me quieren vender."
Silencio. Luego, la respiración de Leila al otro lado se volvió más intensa. No preguntó cómo, ni por qué, ni si era una broma.
Leila dice con acento siciliano, "Dime dónde estás."
Chiara le dio el nombre del callejón, la tienda más cercana. Colgó. Se dejó caer de nuevo en el suelo húmedo. Y esperó.
Pasaron algunas horas.
Un Maserati negro, brillante y cubierto por salpicaduras de camino, frenó de golpe frente a la caseta. La puerta se abrió. Leila bajó. Sin escoltas. Sin guardias. Nadie más sabía de ese viaje. Iba vestida de negro. Chaqueta de cuero ajustada. Botines de tacón bajo. Pelo recogido en una trenza apretada.
Cuando vio a Chiara, no dijo nada.
Solo se acercó, se agachó, y le ofreció la mano.
Chiara la tomó. Y por primera vez esa noche… lloró. Lloró sin sonido. Lloró contra el pecho de una muchacha que, aunque de su edad, ya sabía cómo cargar los secretos del mundo.
Leila la sostuvo en silencio. Miró alrededor. Calculó. Ya pensaba en la ruta de escape, en la ropa que Chiara necesitaría, en la nueva identidad que tendría que conseguirle. Pero por unos segundos… solo fue eso.
Dos adolescentes.
Una, rota.
La otra, ya entrenada para sobrevivir.
Y sin decirlo, sin prometerlo, Leila supo lo que había hecho.
Había rescatado a una sombra.
Y Chiara, sin saberlo aún, acababa de renacer. Bajo otra forma. Bajo otra vida.
Última edición por Larabelle Evans el Jue Sep 25, 2025 2:38 am, editado 1 vez en total.
Larabelle Evans
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Re: Antes del inperio.

Mensaje por Larabelle Evans »

el comienzo de la principessa del terrore.

Punto de vista: Especial Leila en el recuerdo de los chicos.

El Maserati negro cortaba el asfalto húmedo como una flecha envuelta en furia y elegancia. Las gotas recientes de lluvia resbalaban por la carrocería reluciente mientras el vehículo descendía por la colina que conducía a la ciudad antigua. Desde el interior, los edificios de Nápoles parecían dormidos aún. Pero no para ella.
Leila Ferrari iba al volante.
Sus manos, enguantadas en cuero fino, se aferraban al volante con naturalidad. Como si hubiera nacido para dominarlo todo. El sol atravesaba el parabrisas tintado, iluminando apenas el contorno de su rostro. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta, tensa, sin una hebra fuera de lugar. Lentes oscuros. Labios delineados en rojo sutil. Una blusa blanca de seda apenas visible bajo el abrigo caramelo que colgaba del asiento trasero.
A su derecha, Pietro mantenía la vista fija en el GPS montado sobre el panel. No hablaba mucho desde que salieron de Palermo al amanecer. Su deber era claro. Su lealtad, inquebrantable.
En el asiento trasero, Karlo y Maurizio discutían por el último trozo de pan de higos que Leila había llevado del desayuno en la finca.
Maurizio dice con acento siciliano, "No entiendo por qué siempre haces esto. ¡Lo dejé en la servilleta, era mío!"
Karlo dice con acento siciliano, "No lo marcaste con sangre, fratello. En esta vida, lo que no se reclama, se pierde."
Maurizio resopló, resignado. Karlo le guiñó un ojo mientras se lo terminaba de un bocado.
Leila no dijo nada. Pero sonrió. Apenas.
Pietro rompió el silencio.
Pietro dice con acento siciliano, "Llegamos en menos de diez. Las cámaras ya detectaron la matrícula. Matteo dejó todo limpio."
Leila bajó lentamente los lentes oscuros. Miró a Pietro con calma… y con filo.
Dices con acento siciliano, "No vine a Nápoles con las reglas de Matteo. Vine con las mías."
Pietro no respondió. Se limitó a asentir.
El coche giró con suavidad hacia una vía secundaria. A medida que se acercaban al centro, la ciudad se hacía más ruidosa. Más viva. Más peligrosa.
Karlo apoyó el codo en el respaldo del asiento delantero.
Karlo dice con acento siciliano, "¿Y cuál es el plan, jefa? ¿Buscamos café? ¿Contactos? ¿O una terraza donde podamos ver cómo el mundo se rinde a tus pies?"
Dices con acento siciliano, "Primero el poder. Después… el espectáculo."
Maurizio se rió por lo bajo.
Maurizio dice con acento siciliano, "Si alguien más dijera eso, me parecería arrogante. Pero tú… tú haces que suene como una verdad universal."
Leila dobló hacia una avenida más estrecha. Las motos se abrían a su paso. La gente se giraba. No sabían quién era. Pero la sentían. Como se siente la tormenta antes de caer.
INTERIOR – CALLEJÓN DE SPACCANAPOLI – 10:40 A.M.
El Maserati se detuvo frente a un edificio antiguo, de muros descascarados y ventanas oxidadas. Leila apagó el motor con un giro rápido de muñeca. Salió sin prisa, dejando que los tacones sonaran con firmeza sobre los adoquines mojados.
Pietro bajó detrás de ella. Luego Karlo. Luego Maurizio.
Pietro dice con acento siciliano, "Aquí empieza."
Leila respiró profundo. Miró al cielo. Luego a la calle. A cada puerta. A cada rostro.
Dices con acento siciliano, "Aquí empieza… pero no termina."
El pasillo olía a humedad, cigarro barato y promesas podridas. Las paredes descascaradas estaban llenas de grafitis, marcas de cuchillo y una historia que nadie había escrito pero todos sabían leer.
Leila subía las escaleras como si no pisara tierra ajena. Cada paso sonaba firme.
Su chaqueta de piel corta ondeaba con elegancia sobria. Llevaba pantalones ceñidos de tela negra, cinturón con hebilla dorada y gafas oscuras que aún no se quitaba. No necesitaba mostrar los ojos para ser vista.
Pietro abría paso, discreto, con una mirada que lo decía todo: nadie se acercaba a ella sin consecuencias.
Karlo subía detrás, con las manos en los bolsillos de su chaqueta táctica. Observaba todo. Cada ventana entreabierta. Cada sombra bajo las puertas.
Maurizio cerraba el grupo. De vez en cuando, lanzaba una mirada ladeada hacia Leila. Aún no sabía cómo encasillarla. Pero sí sabía una cosa: no había nacido para ser segunda de nadie.
Tercer piso. Puerta verde. Pared agrietada. Una cámara de seguridad oxidada apenas giraba en la esquina. Pietro tocó tres veces. Luego una pausa. Luego una más.
La cerradura se abrió con un clic perezoso.
INTERIOR – SALÓN DE NEGOCIACIÓN – MISMO INSTANTE
La sala estaba iluminada por una única lámpara colgante, sucia de polvo. En el centro, una mesa metálica. Alrededor, cinco hombres. Todos armados. Todos sentados. Todos fumando.
Uno de ellos se levantó al verla. Era calvo, con un tatuaje tribal mal hecho en la cabeza. Su chaqueta abierta dejaba ver una pistola enganchada al cinturón.
El hombre dice con acento napolitano, "Tú debes de ser la Ferrari que viene a jugar con los grandes."
Leila no respondió. Caminó hasta el centro de la habitación. Se quitó las gafas con un solo movimiento. Sus ojos, oscuros, como una noche sin perdón, miraron al hombre sin pestañear.
Dices con acento siciliano, "Si estás aquí, es porque tú quieres jugar. No yo."
El silencio fue inmediato. Uno de los hombres chasqueó los labios, incómodo. Otro se enderezó en la silla.
Leila depositó sobre la mesa un pequeño maletín negro. Lo giró con elegancia. Lo abrió. Dentro, documentos. Rutas. Códigos de carga. Transferencias electrónicas.
Dices con acento siciliano, "Medellín entregará 400 kilos esta semana. 150 pasan por Gioia Tauro, el resto… por Nápoles. ¿Tú decides si haces dinero… o haces historia."
Karlo murmuró por lo bajo, desde la pared.
Karlo dice con acento siciliano, "Santa madre… la jefa no juega."
Maurizio se cruzó de brazos.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Cuánto tarda alguien en nacer con ese tipo de sangre? ¿Veinte años? ¿Treinta?"
El hombre calvo caminó alrededor de la mesa. Tomó un papel. Lo leyó. Luego miró a Leila con media sonrisa.
El hombre dice con acento napolitano, "Y si decimos que no… ¿Qué pasa?"
Leila se acercó. Casi pecho con pecho. Apenas unos centímetros los separaban.
Dices con acento siciliano, "Si dices que no… otro dirá que sí. Y tú verás pasar los millones por tu calle… sin poder tocarlos."
El hombre se quedó inmóvil. Luego se rió.
El hombre dice con acento napolitano, "Puta madre… eres igualita a tu viejo. Pero con faldas."
Leila mantuvo la mirada, desafiante, mientras el hombre napolitano soltaba una carcajada gutural. La tensión en la sala era palpable, el humo de los cigarrillos se espesaba, creando un ambiente denso y opresivo.
Dices con acento siciliano, "El tiempo es oro, y el tuyo se está acabando. ¿Aceptas el trato o te quedas mirando?"
El hombre, con una mueca de diversión, asintió lentamente.
El hombre dice con acento napolitano, "Me gusta tu estilo, Ferrari. Eres una perra con clase. Aceptamos."
Leila sonrió, una sonrisa fría y calculadora que no llegaba a sus ojos.
Dices con acento siciliano, "Perfecto. Entonces, hablemos de números."
Se alejó un paso, recuperando la distancia. Señaló los documentos sobre la mesa.
Dices con acento siciliano, "La mercancía llegará en tres días. El pago, en dos transferencias. Una a la llegada, otra a la entrega final. Todo está detallado aquí."
El hombre calvo asintió, tomando los documentos y hojeándolos con avidez. Los otros hombres se acercaron, curiosos, examinando los detalles.
El hombre dice con acento napolitano, "Todo parece en orden. Pero, ¿qué me garantiza que no nos vas a joder?"
Leila lo miró fijamente, sin inmutarse.
Dices con acento siciliano, "Mi palabra. Y la de mi gente. Si intentas algo… te arrepentirás."
Karlo, desde la pared, asintió con la cabeza, confirmando la amenaza implícita. Maurizio, con una sonrisa cínica, se encogió de hombros.
Maurizio dice con acento siciliano, "Con la Ferrari no se juega. Ya lo sabes."
El hombre napolitano, tras un breve momento de reflexión, extendió la mano.
El hombre dice con acento napolitano, "Trato hecho, Ferrari. Que la suerte nos acompañe."
Leila estrechó su mano, con firmeza. Sus dedos se entrelazaron en un apretón de manos que sellaba el acuerdo.
Dices con acento siciliano, "Que así sea."
La sala se relajó. El ambiente tenso se disipó, reemplazado por una extraña camaradería. Los hombres volvieron a sus asientos, fumando y hablando en voz baja. Leila cerró el maletín, guardando los documentos.
Dices con acento siciliano, "Entonces, caballeros… ¿qué tal un brindis por el éxito de nuestra empresa?"
Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Alguien sacó una botella de whisky y vasos. La negociación había terminado. La mercancía estaba vendida. Y Leila, la Ferrari, había demostrado una vez más su valía en el despiadado mundo del crimen organizado.
Cuando salieron del edificio, la luz del mediodía golpeó sus rostros. Pietro caminó al frente, con el gesto de siempre. Pero Karlo y Maurizio… la miraban diferente.
Karlo dice con acento siciliano, "No sé tú, Mauri, pero creo que hoy entendí por qué nos llaman sus perros. No por obedecerle… sino porque nos hace querer cuidar su mundo con los dientes."
Maurizio dice con acento siciliano, "Y si alguien más intenta morderlo… lo despedazamos."
Leila los escuchó. Pero no giró. Solo caminó hasta el coche.
Dices con acento siciliano, "Cargamento asegurado. Ahora… quiero café. Y un paseo. Esta ciudad huele a historia."
El Maserati arrancó de nuevo, dejando tras de sí el polvo de un acuerdo silencioso… y el inicio de una guerra aún invisible.
El Maserati negro descendía por la vía Toledo con una elegancia peligrosa. El rugido del motor era un ronroneo contenido, como el de un felino antes del salto. Leila conducía con una mano en el volante, la otra recargada en la ventanilla abierta. Su expresión era pura satisfacción silenciosa. Había cerrado su primer trato grande dentro de la mafia. Y no solo había salido ilesa… había salido reinando.
Pietro iba en el asiento del copiloto. Con los brazos cruzados. Serio, pero atento. Miraba por el retrovisor lateral cada vez que otro coche se acercaba demasiado. Era un custodio. Pero sobre todo, era su sombra.
Detrás, Karlo y Maurizio compartían asiento. Karlo con las piernas abiertas y los codos en las rodillas. Observaba el tráfico como si quisiera memorizar cada rostro. Maurizio con la cabeza recostada en el marco de la ventana, masticando chicle como si nada le preocupara… aunque en sus ojos brillaba el mismo fuego que Leila había encendido en todos.
Pasaron frente a los Quartieri Spagnoli, donde la ropa colgada bailaba al viento como banderas de un mundo antiguo. Leila no desvió la mirada. El contraste entre miseria y poder le resultaba tan natural como el aroma del mar.
Dices con acento siciliano, "La ciudad no duerme. Solo finge que lo hace para que no la despierten a golpes."
Maurizio se rió.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Desde cuándo las calles tienen poesía?"
Karlo giró la cabeza, mirándola de perfil.
Karlo dice con acento siciliano, "Desde que tú empezaste a caminar sobre ellas como si fueran tuyas."
Leila sonrió sin apartar la vista del camino.
Dices con acento siciliano, "No son mías. Pero sí me saludan como si me reconocieran."
El coche dobló hacia el Lungomare, bordeando la costa. A la izquierda, el Mediterráneo relucía bajo el sol de mediodía. A la derecha, cafeterías, hoteles con cortinas blancas, y turistas que no sabían en qué ciudad realmente estaban.
El Maserati se detuvo frente a una esquina elegante de Via Partenope, donde se alzaba una de las cafeterías más antiguas de Nápoles: Caffè del Mare. Ventanales amplios, hierro forjado en las jardineras, aroma a espresso y a croissants recién horneados.
Pietro bajó primero, asegurando el perímetro con la mirada. Luego abrió la puerta trasera. Karlo y Maurizio salieron con paso casual. Leila descendió por el lado del conductor. El tacón de sus botas resonó contra el empedrado.
El grupo ocupó una mesa junto a la ventana. Desde allí se veía el mar y parte del Castel dell’Ovo a lo lejos. El camarero los reconoció de inmediato y no preguntó. Trajo una bandeja con espressos, botellas de agua con gas y tres cannoli.
Leila se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla. Cruzó una pierna sobre otra. Mantuvo las gafas puestas unos segundos más, luego las bajó con lentitud.
Dices con acento siciliano, "El trato está cerrado. El cargamento llega en tres días. Si algo falla… es culpa del cielo, no mía."
Pietro no respondió. Solo bebía su espresso como quien carga siglos en el cuerpo. Karlo se sirvió agua. Maurizio encendió un cigarrillo.
Karlo dice con acento siciliano, "Ese tipo… el de la sala. El calvo. Se cagó apenas le hablaste. Vi cómo le tembló la mano cuando firmó."
Maurizio asintió.
Maurizio dice con acento siciliano, "Tenía miedo. Pero más que eso… tenía respeto. Hay algo en ti, Leila. Algo que los hombres como él reconocen. Como si supieran que si te cruzan, no hay regreso."
Leila tomó el cigarro de Maurizio y le dio una calada lenta. Luego lo devolvió.
Dices con acento siciliano, "Es la sangre. Mi apellido. Pero también es lo que construí cuando nadie me veía."
Karlo se inclinó sobre la mesa.
Karlo dice con acento siciliano, "Y ahora te vemos. Todos."
Leila los miró a los tres. Pietro, con sus silencios protectores. Karlo, con su ironía y su lealtad. Maurizio, con su descaro encantador. Los tres… su primer círculo.
Dices con acento siciliano, "No vine a hacer amigos. Pero si van a estar cerca de mí… más vale que entiendan algo."
Se inclinó hacia ellos.
Dices con acento siciliano, "Nadie muere por mí. No lo permitiré. Pero si deciden quedarse… vivirán por algo más grande que todos nosotros."
Silencio. Solo el sonido del mar afuera.
Maurizio dice con acento siciliano, "Entonces que empiece el reinado, jefa."
Karlo alzó su espresso.
Karlo dice con acento siciliano, "Por la Ferrari."
Pietro bajó la taza con lentitud.
Pietro dice con acento siciliano, "Y por la tormenta que está por venir."
Leila levantó la copa de agua. Brindó.
Y por primera vez… el sol de Nápoles pareció inclinarse ante una nueva soberana.
La mesa estaba rodeada de tazas vacías, cucharillas con restos de espuma, vasos de agua a medio terminar y un par de servilletas arrugadas con notas escritas al reverso. El sol entraba por los ventanales, iluminando a Leila desde el lado izquierdo. Ella apoyaba un codo sobre la mesa, los dedos jugando con el borde de su taza.
Pietro, sentado a su derecha, permanecía atento a los movimientos del exterior, pero no intervenía. Karlo y Maurizio, frente a ella, parecían más relajados.
Maurizio tomó un sorbo de su segundo café y rompió el silencio.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Sabes qué es lo peor de todo esto? Que no puedo creer que nos estén pagando por acompañarte a tomar café."
Karlo rió entre dientes.
Karlo dice con acento siciliano, "Te pagan por no meter la pata, Mauri. Que no es lo mismo."
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Quién dijo que meto la pata? Hasta ahora, no se ha muerto nadie en mis turnos."
Pietro murmuró sin levantar la vista del ventanal.
Pietro dice con acento siciliano, "Porque siempre estás fumando en la puerta."
Maurizio alzó las manos.
Maurizio dice con acento siciliano, "¡Exacto! Estoy alerta, hermano. Vigilando. Los fumadores somos los que primero vemos todo."
Leila no dijo nada por unos segundos. Bebió el resto de su café. Luego se inclinó levemente hacia ellos.
Dices con acento siciliano, "¿Siempre hablan así cuando no estoy cerca?"
Karlo alzó una ceja.
Karlo dice con acento siciliano, "Cuando no estás cerca, hablamos peor."
Maurizio asintió, con una sonrisa ladeada.
Maurizio dice con acento siciliano, "Aunque cuando no estás cerca... tampoco se siente igual. Es más aburrido. Hay que admitirlo."
Leila los observó. No sonrió. Pero su tono fue más relajado que de costumbre.
Dices con acento siciliano, "No me necesitan para entretenerse. Han vivido en esa casa desde que tienen memoria."
Karlo bajó la vista por un segundo. Luego la miró.
Karlo dice con acento siciliano, "Sí, pero desde que Matteo nos reclutó... tú fuiste siempre diferente."
Maurizio dice con acento siciliano, "No eras como los otros niños. No llorabas. No hacías berrinches. No jugabas con los juguetes caros."
Karlo dice con acento siciliano, "Solo pedías armas de juguete."
Pietro soltó un bufido breve, apenas audible.
Pietro dice con acento siciliano, "Y leía. Mucho."
Leila dejó la taza a un lado. Se recostó sobre el respaldo de la silla. Sus piernas cruzadas, el rostro sin emoción.
Dices con acento siciliano, "Sabía que nadie iba a venir a salvarme si las cosas se ponían mal. Ni siquiera Matteo. Así que sí. Prefería saber cómo funcionaban las cosas… desde niña."
Karlo no respondió. Pero la miraba con un dejo de respeto que no tenía forma de disimular.
Maurizio, por su parte, cambió el tono.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Y te molesta que estemos aquí? ¿Nos ves como... intrusos?"
Leila no respondió de inmediato. Su mirada recorrió los rostros de los tres. Luego habló sin dureza, pero con claridad.
Dices con acento siciliano, "No me molesta. Solo me cuesta confiar. No por ustedes. Por el mundo."
Maurizio asintió. Como si lo entendiera. Como si no esperara otra respuesta.
Karlo dice con acento siciliano, "Entonces no confíes. Pero deja que estemos. A veces… eso basta."
Pietro bebió el último trago de su café.
Pietro dice con acento siciliano, "Nadie aquí quiere algo que no esté dispuesto a ganarse. Solo hacemos lo que Matteo nos enseñó. Proteger lo que vale la pena."
Leila se quedó en silencio un momento. Luego miró hacia la calle. La vida seguía afuera. Turistas riendo. Gente caminando sin saber nada del mundo que ellos habitaban.
Dices con acento siciliano, "El trato está cerrado. Hoy no quiero hablar de negocios por una hora. Solo eso."
Maurizio dice con acento siciliano, "Entonces vas a tener que escuchar nuestras tonterías."
Karlo levantó el vaso de agua.
Karlo dice con acento siciliano, "Empezando por cómo Maurizio se cayó por las escaleras del ala este cuando tenía quince años porque quería impresionar a una cocinera."
Maurizio se llevó la mano al pecho.
Maurizio dice con acento siciliano, "¡Era hermosa! Y además... me dio hielo para la frente."
Pietro murmuró.
Pietro dice con acento siciliano, "Porque tenías una frente del tamaño del ego de Matteo."
Las carcajadas se mezclaron con el sonido de los platos. Leila no rió. Pero esa vez… no se levantó para irse. Se quedó.
La mesa seguía llena de tazas vacías, vasos de agua, migas de croissants que nadie había querido limpiar. La camarera había pasado dos veces, pero Leila solo la miró con un gesto. Nadie se iba. Nadie tenía apuro.
El sol bajaba levemente por los ventanales altos. La calle hervía de turistas. Pero dentro, todo se sentía suspendido.
Los 4 seguían conversando cuando de pronto el ambiente se puso nostálgico y colmado de recuerdos. Leila se interesó por saber con exactitud por qué motivo ellos habían sido reclutados por Matteo. Ella era muy pequeña cuando ellos llegaron a vivir a la mansión y su padre era un tirano con ella, con todos en esa casa, en esa prisión de la que no podía escapar.
Karlo miró su taza vacía. Jugó con la cucharilla entre los dedos.
Karlo dice con acento siciliano, "Yo llegué a esa casa por una deuda. Mi viejo jugaba. Y jugaba mal. Bebía más de lo que ganaba, y cuando Matteo lo encontró, ya no podía ni firmar. Así que firmó por mí."
Pietro lo miró en silencio. Maurizio se quedó quieto.
Karlo continuó. No había drama en su voz. Solo memoria.
Karlo dice con acento siciliano, "Tenía quince. Era bueno para robar motos. Eso le gustó a Gianlorenzo. Me subieron a un coche negro y no volví a casa. Matteo mató a mis padres. Dijo que así yo no debía nada. Que estaba libre para servirle."
Leila no dijo nada. Lo observaba. Sin juicio. Sin sorpresa.
Karlo se encogió de hombros.
Karlo dice con acento siciliano, "Al principio, no entendía nada. Solo seguía órdenes. Pero luego... luego quise vivir. Y si tenía que vivir siendo de los suyos… lo haría a mi manera."
Maurizio bajó la mirada. Jugaba con una miga de pan entre los dedos.
Maurizio dice con acento siciliano, "Yo... nunca tuve familia. Me dejaron en una casa hogar cuando tenía tres. No me acuerdo de mi madre. Ni siquiera tengo una foto. Cuando cumplí quince, vino un tipo elegante, con traje. Dijo que era de una fundación privada."
Hizo una pausa. Su voz bajó.
Maurizio dice con acento siciliano, "Era Gianlorenzo. Me sacó. Me dio comida, ropa nueva, una cama con sábanas limpias. Me sentí alguien por primera vez. Pero no me dijo que la fundación... era una jaula. Me enseñaron a disparar, a no confiar, a torturar. Me aplaudían cuando podía romper a alguien en un interrogatorio. Me convertí en lo que querían."
Leila cruzó las piernas con calma. Pero sus ojos no se apartaban de él.
Maurizio lo notó. Y sonrió, pero sin alegría.
Maurizio dice con acento siciliano, "A veces, todavía me veo desde afuera. Como un fantasma con cuerpo. Pero cuando estoy con ustedes... siento que puedo volver a ser otra cosa."
Pietro se quedó mirando por la ventana. No se giró. Pero habló.
Pietro dice con acento siciliano, "Yo vendía dulces en Palermo. Afuera de los teatros. A los ocho años ya trabajaba para ayudar a mi madre. Cuando tenía catorce, se me acercó Gianlorenzo. Me ofreció trabajo estable, comida. Dijo que necesitaban chicos leales. Pensé que iba a ser repartidor."
Hizo una pausa. Su mandíbula se tensó.
Pietro dice con acento siciliano, "Terminé atado a una silla de metal, con cables conectados al pecho. Me entrenaron con dolor. Me rompieron. Y luego… me reconstruyeron. Al estilo Ferrari."
Leila bajó un poco la mirada. Un vaso de agua frente a ella permanecía intacto.
Pietro se giró, por fin. La miró.
Pietro dice con acento siciliano, "No te cuento esto para que lo sientas. Solo para que sepas de dónde venimos. Por qué seguimos aquí."
Karlo lo secundó, con voz baja.
Karlo dice con acento siciliano, "Porque contigo es distinto. Porque contigo... hay algo que no teníamos: dirección."
Maurizio asintió.
Maurizio dice con acento siciliano, "Y porque tú no finges. No haces como si esto no fuera una guerra. Pero tampoco nos tratas como bestias."
Leila los miró uno a uno. No se suavizó. No se rompió. Pero habló.
Dices con acento siciliano, "Yo no los traje a este estilo de vida. Pero no voy a dejarlos solos."
Silencio.
Solo el zumbido de la ciudad, el tintinear de una taza en otra mesa. Nada más.
Karlo dice con acento siciliano, "Entonces sigue guiando. Porque si hay que morir... prefiero hacerlo sabiendo que al menos esta vez, elegimos en qué bando estamos."
Maurizio levantó el vaso de agua.
Maurizio dice con acento siciliano, "Por eso. Por esta vez."
Leila no levantó el suyo. Pero sostuvo la mirada.
Dices con acento siciliano, "Esta vez… vamos a ganar."
Y en la mesa, en esa tarde napolitana, por un momento... no eran soldados. No eran huérfanos. No eran errores.
Eran cuatro. Unidos por el fuego. Por la sangre. Por una promesa muda de que jamás volverían a ser utilizados.
Solo esta vez... pelearían por ellos.
Larabelle Evans
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Registrado: Mar Jul 02, 2024 4:52 am

Re: Antes del inperio.

Mensaje por Larabelle Evans »

Así fueron mis entrenamientos.

Punto de vista: Chyara.

El aire olía a tierra caliente y metal oxidado. La vieja fábrica abandonada, lejos de la ciudad, se alzaba como un gigante dormido. Sus paredes estaban cubiertas de grafitis y humedad, pero dentro, todo había sido transformado. Un cuadrilátero improvisado, sacos de boxeo colgando del techo, un estante con vendas, toallas, guantes, armas de entrenamiento. Y en el centro… Chiara.
Su respiración era agitada. El cabello platinado, ahora recogido en una trenza alta, caía por su espalda sudada. Tenía los brazos cubiertos de moretones leves, pero sus ojos —esos ojos verde oscuro— brillaban. No con dolor. Con hambre.
Leila caminaba alrededor del ring. Llevaba pantalones negros ajustados y una camiseta gris sin mangas. Sus nudillos vendados, su expresión severa. Cada paso suyo tenía un propósito. Cada palabra, un filo.
Leila dice con acento siciliano, "Otra vez. El movimiento fue lento. Estás dejando el costado abierto."
Chiara se limpió la frente. Levantó los puños. No discutía. Nunca discutía con ella.
Desde hacía tres meses, no conocía otra cosa que no fuera entrenar, comer, dormir… y seguir.
Leila no era una entrenadora común. No hablaba mucho. No explicaba por qué. Solo mostraba. Y si no aprendías, te dolía hasta que lo hicieras.
Chiara lanzó un golpe directo. Leila lo esquivó, girando sobre su eje, y con un rápido movimiento la tumbó de espaldas.
El sonido del cuerpo contra la lona metálica retumbó en todo el edificio.
Leila dice con acento siciliano, "No subas al ring solo para golpear. Sube para ganar. O mueres."
Chiara se incorporó con dificultad. Tenía el labio partido, pero sonrió.
Chiara dice con acento napolitano, "Entonces… moriré hasta que aprenda a ganar."
Leila la miró por un largo instante. Luego, asintió.
La ayudó a ponerse de pie. Le entregó una botella de agua. Bebieron en silencio. Afuera, el cielo comenzaba a tornarse naranja.
Leila se sentó en el borde del ring. Se quitó los guantes. Por primera vez en días, habló sin tono de orden.
Leila dice con acento siciliano, "Tú aún crees que esto se trata de defensa. Que es para que nadie vuelva a tocarte. Pero no, Chiara… esto es para destruir."
Chiara se acercó. Se sentó frente a ella. Ya no le tenía miedo. Pero sí respeto. Esperó.
Leila bajó la mirada. Sus ojos no eran tan duros como de costumbre. No esa tarde.
Leila dice con acento siciliano, "Te traje aquí porque sabía que estabas rota. Porque yo también lo estuve. Matteo me hizo creer que era una muñeca rota… un objeto. Me entrenó para matar, pero nunca para pensar. Nunca para elegir."
Chiara la escuchaba, sin moverse.
Leila prosiguió, más baja. Más real.
Leila dice con acento siciliano, "Hoy decidí que voy a matarlo. A mi padre. A Matteo Ferrari. Y para eso… necesito una sombra que piense por mí cuando yo no pueda. Necesito una hermana de guerra."
Chiara tragó saliva. Entendía, al fin, la magnitud de lo que estaba viviendo. De lo que significaba estar ahí. De lo que Leila veía en ella.
Chiara dice con acento napolitano, "Entonces entrena mis manos para que no fallen. Pero también mi corazón… para no romperse cuando todo esto comience."
Leila asintió. La tomó del rostro con una mano. Sin ternura, pero con decisión.
Leila dice con acento siciliano, "Chiara D’Amico Balestra murió aquella noche en Nápoles. Desde ahora, tú… eres otra. Eres mi arma. Mi sombra. Y cuando llegue el momento, vas a estar detrás de mí… o sobre la tumba de Matteo."
Chiara no respondió. Solo inclinó la cabeza. Cerró los ojos. Y aceptó.
Fuera del viejo edificio, el cielo ardía en tonos escarlata.
La luz del atardecer se filtraba entre los ventanales rotos. El polvo flotaba como ceniza suspendida en el aire caliente.
Chiara aún sentía el ardor en los brazos. En las costillas. En la boca del estómago. Cada músculo le latía como si aún estuviera en combate. Pero no se quejaba. Solo respiraba. Firme. De pie frente a Leila.
Leila se puso de pie sin hablar. Caminó hacia un casillero metálico al fondo del recinto. Lo abrió.
Dentro, un uniforme táctico negro, ajustado. Chaleco ligero. Rodilleras. Guantes. Un par de botas reforzadas. Todo nuevo. De su talla.
Y sobre una toalla oscura… una pistola Glock 19, impecable, con el cargador colocado.
Leila dice con acento siciliano, "Póntelo. Esta noche… vamos al puerto."
Chiara no preguntó. Avanzó con pasos decididos. Tomó las prendas. Se quitó la camiseta sudada sin pudor. Se cambió frente a ella. Rápido. Preciso. Como si ya llevara años haciéndolo. Ajustó el chaleco. Se colocó las botas. Respiró hondo. Tomó el arma.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Cuál es la misión?"
Leila cerró el casillero. Se giró con lentitud. En sus ojos no había emoción. Solo cálculo.
Leila dice con acento siciliano, "Vamos a robarle un cargamento a Matteo. Contenedores completos. Droga pura, recién llegada de Sudamérica. Se almacena en la zona norte del puerto de Augusta. Hay diez hombres en rotación. Uno en la torre. Dos francos móviles. El resto… carne sin cerebro."
Chiara apretó la mandíbula.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Quieres dejarlo sin entrada de dinero?"
Leila sonrió, apenas.
Leila dice con acento siciliano, "Quiero dejarle claro que no tiene ojos donde cree. Que no todos en Sicilia le temen. Y que yo… ya no soy su hija."
Chiara cargó el arma. La sostuvo con firmeza.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Y yo qué haré?"
Leila se le acercó. Le pasó una tableta pequeña con las coordenadas del almacén. Luego le colocó una radio en el oído.
No hablaba como una amiga. Ni como una hermana. Hablaba como comandante.
Leila dice con acento siciliano, "Tú cubrirás mi espalda. Si fallo… tú ejecutas el plan. Hay un bote listo en el muelle dos. Si me caigo, tú te vas. Tomas la carga. Desapareces. Y juras que Matteo no vivirá para contarlo."
Chiara asintió. Sin temblar.
Chiara dice con acento napolitano, "No vas a caer. No hoy."
Leila la observó por un instante más.
Y por primera vez… colocó una mano sobre su hombro. No como orden. Sino como reconocimiento.
Leila dice con acento siciliano, "Esa fue tu última clase. Ahora, eres útil. O eres un riesgo. El mundo no te va a esperar, Chiara. O lo tomas… o te aplasta."
Chiara miró hacia la salida. La noche ya había caído por completo.
Chiara dice con acento napolitano, "Entonces vamos. Quiero que esa rata sepa… que su infierno acaba de comenzar."
Leila giró sobre sus talones. Tomó su propia chaqueta. Colocó el arma bajo el cinturón. Activó la radio.
Salieron juntas del edificio. El silencio del campo las envolvió.
Afuera, las luces del Maserati encendieron la oscuridad.
Leila dice con acento siciliano, "Primera prueba. Primer disparo. Primera sombra.
Y si mueres esta noche, Chiara… morirás mía."
La puerta del coche se cerró con un golpe seco.
Y el motor rugió con la furia de una guerra que recién comenzaba.

Mis primeras Valas.

Punto de vista: Chyara.

El mar estaba en calma. Pero la noche no. Los reflectores del puerto se movían con lentitud. Giraban sobre sus ejes como ojos metálicos, iluminando parcialmente los contenedores alineados. El silbido del viento marino se mezclaba con el sonido lejano de motores y cadenas.
Leila bajó del Maserati con el rostro cubierto por una capucha táctica. Chyara la seguía, ya con el chaleco ajustado, los guantes puestos y el arma en la mano derecha, lista para responder.
Tres hombres aguardaban tras una grúa oxidada. Todos armados. Todos en silencio. Uno de ellos, un francotirador joven con la mirada firme, asintió apenas al verla.
Leila dice con acento siciliano, "Punto de entrada por la vía seis. La patrulla rota cada ocho minutos. Dos fuera. Uno en torre. Al llegar al hangar siete, nos dividimos."
Chyara revisó el mapa en su tableta. Sus ojos verdes brillaban bajo la luz azul tenue de la pantalla.
Contó mentalmente cada paso. Cada giro. Cada sombra. No era miedo lo que sentía. Era adrenalina.
LEILA – AUDIO INTERNO – 23:45 HRS
Leila dice con acento siciliano, "Primera fase. Silencio total. Nada de disparos si no es necesario. Vamos a entrar… como cuchillos en mantequilla."
El primer guardia cayó sin un solo sonido. Chyara lo tomó por la espalda. Leila le enseñó a cortar aire antes que garganta. Y lo hizo. Preciso. Letal.
El segundo ni siquiera vio la sombra que le apagó la luz.
Avanzaron entre los contenedores hasta la zona de carga. Las cámaras estaban interferidas. Las alarmas, hackeadas por uno de los hombres de Leila a distancia.
El hangar siete apareció al fondo. Dos puertas cerradas. Dos hombres apostados.
Leila se agachó detrás de un montacargas. Observó.
Leila dice con acento siciliano, "Uno… dos… movimiento."
Las balas salieron como susurros. Dos disparos. Dos cuerpos al suelo.
Leila no fallaba. Y Chyara, desde el segundo contenedor, tampoco.
Entraron al hangar.
Cajas. Palets. Sello colombiano. Ahí estaba. La mercancía. 400 kilos de polvo blanco. Puro.
Leila dice con acento siciliano, "Carguen. Cuatro minutos."
Los hombres comenzaron a mover los paquetes al camión que aguardaba oculto.
Chyara vigilaba la entrada. Músculos tensos. Dedo en el gatillo.
La radio crujió.
Voz interna – Radio
"Torre norte. Movimiento sospechoso. Un guardia volvió antes de tiempo. Aproxímense."
Leila levantó la cabeza.
Leila dice con acento siciliano, "Yo me encargo."
Leila salió del hangar sin correr. Sin agacharse. A paso firme. El guardia la vio desde lejos. Frunció el ceño. Levantó su arma. Pero no tuvo tiempo de apuntar.
Chyara, desde el costado del contenedor, disparó. Un solo tiro. En el cuello. El hombre cayó con un gorgoteo seco.
Silencio de nuevo.
Chyara bajó el arma con lentitud. El pecho le subía y bajaba. No por miedo. Sino por la descarga brutal de energía.
Leila regresó, la miró fijo.
No dijo nada. Solo asintió.
CAMIÓN – CARGA COMPLETA – 23:57 HRS
Los últimos paquetes fueron asegurados.
Uno de los sicarios bajó la compuerta trasera. Leila cerró la puerta lateral del hangar.
Leila dice con acento siciliano, "Llévenlo al punto Alfa. Yo me encargo de limpiar el resto."
Todos comenzaron a retirarse.
Chyara dudó. Dio un paso hacia ella.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Qué haremos con los cuerpos?"
Leila miró alrededor. Luego señaló un bidón azul.
Leila dice con acento siciliano, "Aceite industrial. Fuego. Y olvido."
Leila roció las manchas. Prendió un fósforo. Lo arrojó. El fuego se encendió lento. Como una advertencia.
Leila se giró hacia ella. Caminó a su lado.
Leila dice con acento siciliano, "Ya diste tu primer tiro. No fue perfecto. Pero fue tuyo."
Chiara tragó saliva.
Chiara dice con acento napolitano, "No temblé."
Leila dice con acento siciliano, "Lo sé. Y por eso… ahora sí. Comienza tu historia."
La noche ardía detrás de ellas. Pero sus pasos iban firmes hacia el otro extremo del infierno.

Un pacto que se cella.

Punto de vista: Chyara.

AUTOPISTA CATANIA-AUGUSTA – 01:32 HRS
El Maserati devoraba la carretera como un depredador nocturno. El motor ronroneaba suave, firme. El asfalto brillaba bajo la luz intermitente de las farolas, mientras la ciudad quedaba atrás como un mal recuerdo apagado.
Chyara se quitó los guantes tácticos y los dejó caer sobre sus muslos. Tenía las uñas sucias de tierra y pólvora, pero no parecía importarle. Reclinó el asiento un poco hacia atrás y soltó el aire que llevaba acumulado desde hacía más de una hora.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Siempre es así de fácil?"
Leila soltó una risa seca. No burlona. Solo sincera.
Leila dice con acento siciliano, "No fue fácil. Fuiste tú quien lo hizo ver fácil. Eso es distinto."
Chyara ladeó la cabeza. Su cabello platinado caía sobre su rostro, aún mojado en las puntas por la bruma del puerto.
Chiara dice con acento napolitano, "Me siento... bien. No por matar. Pero por haberlo hecho con propósito. No pensé que me sentiría así."
Leila cambió de carril con un movimiento fluido del volante. Las luces del tablero iluminaban su rostro concentrado.
Leila dice con acento siciliano, "La primera vez que maté no dormí tres noches. La segunda vez… dormí mejor que nunca."
Chyara sonrió por lo bajo.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Y ahora?"
Leila dice con acento siciliano, "Ahora duermo cuando quiero. Y punto."
La carretera se curvó hacia el oeste. Las luces de las fábricas se veían a lo lejos. Silencio. Cómodo.
Chiara dice con acento napolitano, "He estado pensando… si voy a seguir en esto contigo, tengo que reforzarme más allá del cuerpo."
Leila giró apenas el rostro hacia ella. Un ceño leve, curioso.
Leila dice con acento siciliano, "¿A qué te refieres?"
Chiara dice con acento napolitano, "Me gusta la psicología forense. Siempre me ha fascinado la forma en que piensan los criminales. Cómo manipulan. Cómo caen. Entenderlos… me hace sentir que puedo controlarlos antes de que me controlen a mí."
Leila se quedó en silencio unos segundos. Luego sonrió. Una sonrisa real.
Leila dice con acento siciliano, "No es mala idea. De hecho… es brillante. Te da un perfil. Una fachada lógica. Inteligente. Legal. Y útil."
Chiara dice con acento napolitano, "Me inscribí a distancia hace un mes. Justo antes de que empezáramos con los entrenamientos más duros."
Leila dice con acento siciliano, "Así que ya me llevas ventaja."
Chiara dice con acento napolitano, "Un poco. Pero no se lo he dicho a nadie más. Quiero que lo sepas tú. Porque si vamos a trabajar juntas… necesito que conozcas todas mis armas."
Leila apretó el volante con más firmeza. Asintió.
Leila dice con acento siciliano, "Tú no sabes cuánto valoro eso. No te voy a mentir, Chyara. Me está costando confiar. Pero tú… tú estás haciéndolo fácil."
El Maserati se acercaba al cruce hacia la fábrica. El cielo comenzaba a aclarar en tonos grisáceos, anunciando el amanecer.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Y tú? ¿Qué fachada vas a tomar?"
Leila se lo pensó. Giró hacia la entrada sin responder de inmediato.
Leila dice con acento siciliano, "No lo sé aún. Siempre fui solo 'la hija de Matteo'. Nunca necesité una fachada. Siempre fui el peligro. Pero ahora… tal vez… algo discreto. Arte. Historia. Tal vez… arquitectura antigua."
Chiara arqueó una ceja, divertida.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Vas a ser restauradora de catedrales medievales mientras diriges una red de tráfico internacional?"
Leila rió de nuevo. Esta vez, más fuerte.
Leila dice con acento siciliano, "Sería la primera, ¿no?"
El auto se detuvo. Las puertas metálicas se abrieron desde dentro, y dos hombres se acercaron para dejarlas pasar. Leila apagó el motor, pero no salió de inmediato.
Miró a Chyara.
Leila dice con acento siciliano, "Hoy diste tu primer paso real. Desde ahora ya no eres una víctima, ni una huérfana, ni una fugitiva. Eres parte de esto. Para siempre."
Chyara se giró hacia ella. Su mirada no temblaba.
Chiara dice con acento napolitano, "Nunca quise ser otra cosa."
Ambas bajaron del auto. El silencio de la madrugada envolvía el lugar como un pacto sin palabras. Y las dos sabían que no había marcha atrás.
FÁBRICA ABANDONADA – INTERIOR – 04:24 HRS
El galpón principal estaba casi a oscuras. Solo una lámpara industrial colgaba desde el techo alto, lanzando un cono de luz cálida sobre una mesa improvisada con tablones y cajas de munición selladas. El eco de sus pasos se perdía en el silencio de la nave vacía, roto apenas por el crujido del metal y el murmullo lejano del generador.
Leila se quitó la chaqueta táctica y la arrojó sobre una silla vieja. Caminó hasta el fondo, abrió un pequeño frigorífico oculto bajo una lona negra, y sacó una botella de champaña envuelta en papel protector.
Leila dice con acento siciliano, "Me dijeron que una mujer debe celebrar sus guerras ganadas. Aunque sean las primeras de muchas."
Chyara se sentó sobre la mesa, cruzando las piernas con naturalidad. Tenía el cabello aún algo húmedo y los labios partidos del aire salado del puerto, pero sonreía.
Chiara dice con acento napolitano, "Creí que brindabas solo con whisky o sangre."
Leila hizo estallar el corcho con facilidad y sirvió dos vasos metálicos. Le pasó uno.
Leila dice con acento siciliano, "Hoy no quiero parecer una mafiosa. Hoy solo soy una mujer que eligió su destino."
Ambas chocaron los vasos y bebieron.
El sabor ácido y burbujeante les arrancó una mueca divertida a las dos.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Y ya pensaste bien qué vas a estudiar?"
Leila se llevó el vaso a los labios otra vez, pensativa.
Leila dice con acento siciliano, "Lo estuve meditando en el auto. Y creo que ya lo tengo claro. Voy a estudiar trabajo social."
Chyara levantó ambas cejas, incrédula.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Trabajo social?"
Leila dice con acento siciliano, "Nada más subversivo que una chica bien vestida y compasiva metiéndose en barrios pobres… mientras arma revoluciones desde la base."
Ambas estallaron en una risa corta, cómplice.
El silencio volvió, más cálido. Más íntimo. Chyara miró fijamente el borde de su vaso.
Chiara dice con acento napolitano, "Hay algo que no te había dicho aún. El fideicomiso que mis padres dejaron… ya es mío."
Leila la observó sin decir nada. Atenta. Seria.
Chiara dice con acento napolitano, "Son varios millones. Diversificados. Cuentas limpias. Empresas pantalla. Todo armado por papá desde hace años. Él sabía… algo. Tal vez no esto. Pero sabía que debía protegerme."
Leila dice con acento siciliano, "¿Y pensabas ocultarlo?"
Chiara negó con la cabeza.
Chiara dice con acento napolitano, "No. Solo estaba esperando el momento. Ahora ya sé para qué usarlo. Fingiré ser una más. Una socialité más de Italia. Una rica heredera que vive sola. Discreta. Bonita. Educada. Inofensiva."
Leila dice con acento siciliano, "Y por dentro… una bomba de tiempo."
Chiara sonrió con malicia.
Chiara dice con acento napolitano, "Exacto."
Leila caminó unos pasos, pensativa. Luego se sentó frente a ella, apoyando los codos en la mesa.
Leila dice con acento siciliano, "Tus padres… sabían lo que hacían. Vincenzo y Elisabetta no eran como los demás. Ellos protegieron lo único que importaba."
Chiara bajó la mirada. La champaña la calentaba por dentro, pero no borraba la punzada en el pecho.
Chiara dice con acento napolitano, "Les debo la vida. Y no voy a dejar que su sacrificio sea inútil. Dario sigue allá afuera. Y si algún día aparece… no pienso huir."
Leila asintió lentamente. En sus ojos no había lástima. Solo reconocimiento.
Leila dice con acento siciliano, "Tu guerra es también la mía. Ya no estás sola. Ni ellos están muertos si tú los mantienes vivos en cada cosa que haces."
Chyara se quedó en silencio. Cerró los ojos por un instante. Luego se incorporó lentamente.
Chiara dice con acento napolitano, "¿Y si un día me quiebro?"
Leila dice con acento siciliano, "Te levanto. Como tú harás conmigo cuando me pase lo mismo."
El reloj marcaba casi las 5 de la madrugada. Afuera, el viento soplaba con suavidad, como si el mundo también se tomara un respiro.
Y dentro de esa vieja fábrica olvidada, dos chicas sellaban algo más fuerte que un pacto. Sellaban su destino compartido.
Larabelle Evans
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Registrado: Mar Jul 02, 2024 4:52 am

Re: Entre sombras, vendetta y el amor.

Mensaje por Larabelle Evans »

Los restos de mi Vendetta.

Despidiendo un amigo.

Punto de vista: Chyara.

El pasillo que separaba el cuarto de Leila del de Pietro se extendía como un abismo cargado de ecos pasados, donde cada paso resonaba con el peso de lealtades rotas y promesas incumplidas. Chyara caminaba al frente, sus botas tácticas pisando el suelo con un ritmo irregular, el rostro surcado por lágrimas que no se molestaba en secar. Detrás, Karlo avanzaba con los hombros hundidos, la mandíbula tensa como si contuviera un grito ahogado; Gianluca, con los puños cerrados hasta que las uñas se clavaban en las palmas, respiraba entrecortado, luchando contra el nudo en la garganta; y Maurizio cerraba la fila, mordiendo un cigarro apagado, sus ojos vidriosos recordando las noches en la finca Ferrari, cuando todo parecía invencible.
La puerta se abrió con un clic seco, revelando un espacio idéntico al de Leila: luces blancas e implacables, el pitido intermitente de monitores, un olor acre a antiséptico mezclado con sangre seca y sudor de agonía. Pietro yacía en la camilla central, el cuerpo envuelto en vendajes empapados que cubrían el torso y los brazos, su rostro demacrado, pálido bajo la barba incipiente, marcado por moretones que hablaban de torturas pasadas. El monitor cardíaco emitía ritmos irregulares, como un corazón que se negaba a rendirse, y una vía intravenosa goteaba suero y analgésicos en su brazo izquierdo. Sus ojos, apenas entreabiertos, miraban al techo con una certeza distante: había salvado a Leila, la mujer de la que siempre había estado enamorado en silencio, aunque ella nunca lo correspondiera, aunque su amor fuera un secreto enterrado en lealtades y balas. Las heridas —una puñalada profunda en el costado, fracturas en las costillas, contusiones internas que lo habían arrastrado al borde— lo mantenían en ese limbo, pero en su mirada opaca ardía una paz frágil, la de quien había dado todo por ella en la emboscada, quedándose atrás para cubrir la retirada, sabiendo que su sacrificio era invisible para el corazón de Leila.
Chyara se detuvo al umbral, un sollozo desgarrado escapando de su garganta, como si el aire se le hubiera atascado en el pecho.
Chyara murmura con acento Siciliano, “Pietro… soy yo, Chiara… no, Etna. Estamos aquí. Leila… ella vive, pero dios, ¿qué precio pagaste por salvarla? ¿Por amarla así, en silencio, sin que ella lo supiera?”
Karlo entró a continuación, su figura imponente encogiéndose como si el peso de los recuerdos lo aplastara. Pietro era su hermano de armas, el que había compartido balas y confidencias en la finca Ferrari, el que lo había cubierto en innumerables operaciones, considerando a Leila como familia compartida. Verlo inmóvil, con la respiración superficial y entrecortada, le arrancó un gruñido sordo, un lamento que brotaba del fondo del alma. La culpa lo devoraba vivo: aquella noche de la emboscada, cuando Pietro se quedó atrás gritando órdenes para que huyeran, él no había vuelto por él, creyéndolo perdido en el humo. Se dejó caer de rodillas junto a la camilla, tomando la mano de Pietro con fuerza desesperada, como si pudiera anclarlo a la vida, y un sollozo ronco escapó de su pecho.
Karlo dice con acento siciliano, “Hermano… aguanta, por favor. Leila te debe la vida, yo te debo todo. No te vayas ahora, no después de haberla salvado así, amándola en las sombras como un idiota leal. Carajo, Pietro, lucha.”
Los murmullos de los monitores eran la única melodía en el cuarto, un recordatorio constante de la frágil línea entre la vida y la muerte. Chyara se secó las lágrimas con el dorso de la mano, su mirada fija en el rostro de Pietro, como si pudiera infundirle fuerza con solo observarlo.
Karlo seguía arrodillado, su frente apoyada en el colchón, susurrando palabras ininteligibles, promesas rotas y ruegos silenciosos.
Maurizio, apoyado contra la pared, cerró los ojos, intentando ahogar el dolor que lo asfixiaba.
De repente, los párpados de Pietro se movieron. Un temblor leve, casi imperceptible. Todos contuvieron la respiración. Sus ojos, antes opacos, se abrieron un poco más, y un destello de conciencia, débil pero presente, cruzó por ellos. Su boca se entreabrió, y un susurro ronco, apenas audible, escapó de sus labios.
Pietro dice con acento siciliano, "Leila…"
Chyara se inclinó, su corazón latiéndole con furia.
Chyara murmura con acento Siciliano, "Está a salvo, Pietro. Está a salvo. Tú la salvaste."
Un atisbo de sonrisa, una mueca dolorosa, se dibujó en el rostro de Pietro. Sus ojos se movieron, buscando a Karlo, luego a Maurizio.
Pietro dice con acento siciliano, "Los cuatro… juntos…"
Karlo levantó la cabeza, sus ojos enrojecidos.
Karlo dice con acento siciliano, "Siempre, hermano. Siempre juntos. Pero tú tienes que quedarte con nosotros."
Maurizio se acercó a la cama, sus ojos llenos de una esperanza renovada.
Maurizio dice con acento siciliano, "No te atrevas a dejarnos, Pietro. ¿Quién va a soportar mis bromas si no estás tú?"
Pietro dice con acento siciliano, "Cuídenla… a ella… cuídenla de todo…"
Los labios de Pietro temblaron, y su mirada, que antes se había posado en el techo, ahora buscaba a cada uno de sus amigos. La voz, un hilo apenas audible, se esforzaba por salir, cargada de una despedida que los envolvía a todos en un silencio desgarrador.
Chyara murmura con acento siciliano, “Pietro… te juro que la cuidaremos. Tú la trajiste de vuelta, tú la salvaste… no te vayas, por favor, no después de dar tanto por nosotros.”
Karlo apretó los dientes, negando con la cabeza, pero las lágrimas ya corrían por sus mejillas.
Karlo dice con acento siciliano, “Hermano… no me dejes con esto. Te debo la vida, te debo cada maldito día que sobreviví por tu culpa. Leila está viva por ti, pero yo… yo no puedo seguir sin ti. Quédate, te lo ruego.”
Pietro dice con acento siciliano, "Karlo… hermano… siempre estuviste ahí. Cuida… cuida a Maurizio."
Maurizio, con el cigarro apagado temblando entre sus dedos, se acercó más, su rostro endurecido por años de traiciones y batallas ahora desmoronándose en una máscara de dolor crudo. Recordó cómo Pietro lo había acogido en la finca, dándole un lugar cuando su pasado lo perseguía, confiando en él a pesar de sus errores. Verlo al borde de la muerte, con ese amor silencioso por Leila como su último aliento, le arrancó un gemido roto. Se dejó caer de rodillas junto a Karlo, sus manos cubriendo el rostro, y las lágrimas cayeron sin control mientras su voz se quebraba en un ruego.
Maurizio dice con acento siciliano, “Pietro… tú me diste un hogar, un propósito. La amaste como nadie pudo, la salvaste con tu sangre… no te vayas, no me hagas cargar con esto solo. Quédate, hermano, te lo imploro.”
Pietro dice con acento siciliano, "Maurizio… tus… tus bromas… me hacían sonreír. No dejes… que ella se olvide de reír."
Maurizio se llevó el cigarro apagado a los labios, incapaz de articular una palabra, el rostro contorsionado por el dolor.
Pietro, con un esfuerzo que parecía consumir lo poco que le quedaba, giró la cabeza apenas hacia ellos. Sus ojos, nublados por el dolor y la paz de su sacrificio, buscaron a cada uno, como si quisiera grabarlos en su alma antes de partir. Su voz, un susurro roto y apenas audible, tembló con cada palabra, cargada de un adiós que desgarraba el aire.
Pietro dice con acento siciliano, "Chiara… la pequeña Chiara. Leila te hizo fuerte… ¿Recuerdas? Ahora… ahora sé más fuerte por ellos. Por Leila..."
Chyara se arrodilló junto a la cama, un sollozo ahogado escapando de su garganta. Gianluca la envolvió en sus brazos, apretándole contra su pecho, su propio rostro surcado por lágrimas silenciosas. La consoló con caricias en el cabello, con el calor de su cuerpo intentando alejar el frío de la muerte que se cernía sobre ellos.
Karlo, aún arrodillado, levantó la mirada hacia Pietro, sus ojos enrojecidos y llenos de un dolor que cortaba como vidrio. Recordó las veces que Pietro lo había salvado en emboscadas, las noches compartiendo whisky bajo las estrellas, hablando de lealtad y de Leila como si fuera una reina intocable.
Pietro dice con acento siciliano, "Y Leila… mi Leila… la salvé. La salvé porque la amo… la amé en silencio… desde siempre. Nunca se lo dije. No… no importaba." Sus ojos se posaron en la puerta, en un punto más allá de ellos. "Massimo… él… él la ama también. Confío… confío en él para cuidarla." La voz de Pietro se fue apagando, un último suspiro escapando de sus labios. "Cuídenla… siempre… cuídenla…"
El pitido de los monitores se hizo un tono continuo, un sonido lúgubre que anunció el final.
Karlo se derrumbó por completo, sus hombros sacudiéndose con un llanto gutural. Maurizio, con los ojos vidriosos, se acercó a él y lo abrazó, dejando que Karlo se apoyara en su hombro, ambos unidos en un dolor insoportable. Las lágrimas de Maurizio cayeron sobre el cabello de Karlo mientras lo mecía suavemente, intentando calmar un dolor que parecía inconmensurable.
Chyara se aferró a Gianluca, buscando consuelo en su abrazo, mientras sus lágrimas empapaban su camisa. Gianluca, con la voz quebrada, susurró palabras de amor y apoyo en su oído, su mirada fija en el rostro sereno de Pietro.
La sala se llenó de un silencio pesado, roto solo por los sollozos y el lamento ahogado de los amigos que habían perdido a su hermano, a su protector, al hombre que había amado en secreto hasta el final.
Afuera, el sol de la mañana comenzaba a filtrar su luz por las ventanas altas, sin alcanzar a disipar la sombra fría que se había posado en el cuarto. El mundo exterior seguía su curso, ajeno a la tragedia que acababa de consumir a esos cuatro corazones. El pitido constante del monitor, ahora mudo, resonaba en el aire como un eco de lo irrecuperable.
Chyara se separó lentamente de Gianluca, sus ojos hinchados y rojos clavados en el rostro de Pietro. La paz que se había dibujado en sus facciones en el momento final era casi insoportable. Él había amado a Leila hasta su último aliento, un amor silencioso, un sacrificio invisible. Y ahora, ella sentía que debía honrar esa lealtad, no solo por Leila, sino por Pietro mismo.
Karlo se levantó con lentitud, sus rodillas crujiendo, su rostro una máscara de dolor contenida. Maurizio lo ayudó, sus propias lágrimas cayendo en silencio. Se quedaron de pie, mirando la camilla, como si esperaran que Pietro abriera los ojos y les lanzara una de sus bromas secas. Pero el silencio era definitivo.
Chyara respiró hondo, un dolor agudo quemándole el pecho. Miró a Pietro una última vez, su mano tembló, pero esta vez, la mantuvo firme. Se volvió hacia Gianluca, quien asintió con una comprensión tácita. Era hora de actuar. Tenía que encontrar a Massimo.
Salió de la habitación, el corredor se sentía más frío y solitario que nunca.
Mientras tanto, dentro de la habitación, Karlo se desplomó de nuevo junto a la camilla, su cabeza apoyada en el pecho ya frío de Pietro. Maurizio lo rodeó con un brazo, pero Karlo no cedió.
Karlo dice con acento siciliano, "No… no puedo. No lo dejes. No lo dejes aquí solo, Maurizio. ¿Me oyes? Él no se va a ningún lado sin mí."
Maurizio acarició la espalda de Karlo, sus propios ojos fijos en el rostro de Pietro.
Maurizio dice con acento siciliano, "Lo sé, hermano. Lo sé. Pero tenemos que moverlo. Llevarlo a Palermo, como corresponde. Leila lo querría así."
Karlo levantó la cabeza, sus ojos inyectados en sangre.
Karlo dice con acento siciliano, "¡Leila no está aquí! ¡Leila no sabe! Ella no sabe lo que él sentía… lo que hizo por ella. No puedo simplemente… dejarlo ir. No así."
Gianluca, con la voz grave, se acercó y colocó una mano sobre el hombro de Karlo.
Gianluca dice con acento napolitano, "Pietro dió su vida para que Leila tuviéra un mañana, Karlo. Honrarlo significa seguir adelante. Y llevarlo a casa. A Palermo.”
Karlo apretó los puños, pero la resistencia en sus hombros comenzó a ceder. La lógica, cruel y despiadada, se abría paso entre el dolor.
Karlo dice con acento siciliano, "Lo voy a llevar yo. Con mis manos. Que nadie más lo toque. ¿Entendido?"
Maurizio y Gianluca asintieron en silencio. Karlo se inclinó sobre Pietro, susurrándole palabras inaudibles, promesas de una lealtad que trascendía la muerte.
Chyara en el pasillo se encontró a Rodrico y le pidió que buscara a Mássimo para informar de lo ocurrido.
Rodrico avanzaba con paso contenido, sus ojos fijos en el suelo. Cada vez que tenía que dar malas noticias a Mássimo, el aire se volvía más pesado, como si el silencio mismo temiera la reacción del jefe. Abrió la puerta de la habitación sin anunciarse.
Rodrico dice con acento turinés, “Signore… Chyara lo espera en el salón. Es… urgente.”
Mássimo, sentado en la penumbra junto a la ventana, giró lentamente la cabeza. El vaso de whisky intacto sobre la mesa, las manos entrelazadas, la mirada fija en el vacío. Se levantó sin decir palabra, un presentimiento oscuro oprimiéndole el pecho. Caminó por el pasillo como quien avanza hacia una sentencia que ya conoce, sin prisa, pero con cada paso más pesado.
Cuando llegó al salón, encontró a Chyara de pie, los ojos rojos, el rostro hinchado de tanto llorar. Ella intentó hablar, pero la voz se le quebró al primer intento. Se llevó las manos al rostro, buscando fuerzas que no encontraba.
Mássimo se acercó, su sombra imponiéndose, sus ojos penetrantes y al mismo tiempo turbios por el miedo a escuchar lo peor.
Mássimo dice con acento turinés, “Dilo, Etna. No me obligues a preguntarlo dos veces.”
El silencio pareció quebrarse con la respiración entrecortada de Chyara. Finalmente, con un hilo de voz cargado de culpa y dolor, susurró:
Chyara dice con acento siciliano, “Pietro… Pietro no resistió. Murió hace unos minutos.”
Las palabras flotaron en el aire como un disparo. Mássimo cerró los ojos con fuerza, el gesto rígido, el pecho inflándose en una respiración profunda. Caminó unos pasos hacia la chimenea, apoyó ambas manos sobre la repisa de mármol, y su cuerpo entero se tensó. No dijo nada durante largos segundos. El silencio era más violento que un grito.
Finalmente, su voz grave y contenida rompió el aire:
Mássimo dice con acento turinés, “Un hombre muere como vivió. Pietro eligió darlo todo por ella… y por todos ustedes. Nunca olvidaré esa deuda. Nunca.”
Mientras tanto, en la habitación de terapia, Karlo y Maurizio habían comenzado a preparar el cuerpo. Los médicos habían apagado las máquinas, y el silencio era insoportable. Karlo, con las manos firmes, cubrió a Pietro con una sábana blanca hasta el pecho, dejando solo su rostro visible. Se inclinó, besó su frente fría, y murmuró algo que nadie más alcanzó a oír. Luego, lo levantó con sus propios brazos, cumpliendo su juramento.
Maurizio y Gianluca lo escoltaban, cada uno sosteniendo un costado como guardias de honor, mientras el pasillo se abría ante ellos. No había soldados, ni armas, ni violencia: solo el paso solemne de tres hermanos llevando a un cuarto que había caído.
Chyara permanecía de pie, los hombros rígidos, la respiración desacompasada. Había visto a Mássimo contener la tormenta tras recibir la noticia, pero no podía quedarse callada. Sus ojos brillaban con rabia y dolor.
Chyara dice con acento siciliano, “No nos apartes de ella, Mássimo. Te lo pido… no nos apartes de Leila. Yo la necesito… tanto como ella me necesita. No soportaría que me impidas estar a su lado ahora. Si lo haces… si la encierras solo para ti, yo me rompo.”
Mássimo la miró fijo, sus ojos oscuros y cansados, la mandíbula apretada. Caminó hacia ella despacio, quedando tan cerca que Chyara sintió la tensión de su aliento.
Mássimo dice con acento turinés, “No entiendes lo que estás pidiendo. Leila está hecha pedazos. Apenas reconoce lo que la rodea. Exponerla a más rostros, a más emociones… puede hundirla todavía más.”
Chyara niega con fuerza, con lágrimas corriendo sin control.
Chyara dice con acento siciliano, “¡No! Justamente porque está rota… no puede estar sola. Yo conozco su dolor, Mássimo. Tú no estabas cuando la Camorra me tenía muerta en vida. Ella me devolvió la luz. Ahora soy yo quien debe estar aquí. No me lo quites.”
El silencio entre ambos fue denso, como un duelo a puertas cerradas. Mássimo cerró los ojos unos segundos, apretó el puente de la nariz con sus dedos y exhaló, resignado.
Mássimo dice con voz baja, “Está bien. No te alejaré de ella. Pero debes obedecer cada regla médica, cada límite que pongan sus doctores. Si tu presencia la agota… aunque te duela, tendrás que retirarte. No arriesgaré ni un gramo de su recuperación.”
Chyara asiente con un sollozo contenido, llevando una mano al pecho como si hubiera ganado una batalla personal, aunque el dolor seguía incrustado en su voz.
Chyara dice con acento siciliano, “Gracias… te lo juro, no voy a fallar.”
Mássimo se apartó, y con un gesto llamó a Rodrico. Su tono cambió, de íntimo a ejecutivo, como un hombre que vuelve a ponerse la coraza.
Mássimo dice con acento turinés, “Prepara el avión. Hoy salen rumbo a Palermo. No quiero retrasos.”
Rodrico inclinó la cabeza con solemnidad y salió del salón de inmediato.
Los preparativos comenzaron de forma casi militar:
Maurizio se encargó de coordinar el ataúd provisional para Pietro, exigiendo un contenedor hermético con doble sello para el traslado en avión.
Gianluca, con rostro pétreo, habló con el personal de seguridad de la casa Martini para organizar la salida discreta hacia el hangar privado en Caselle. Nadie debía saber que uno de los hombres de Leila regresaba a Sicilia en un ataúd.
Karlo, aún cargando con la promesa rota, insistió en ser él quien acompañara el cuerpo en todo momento, incluso dentro de la bodega presurizada del avión. Nadie se atrevió a discutirlo.
Mássimo supervisaba cada detalle sin perder un segundo. Ordenó reforzar la escolta hasta el aeropuerto, y dio instrucciones a Nicola, su piloto de confianza, para que el Falcon 900 estuviera listo con autonomía directa hasta Palermo.
El vestíbulo de la casa Martini se convirtió en un corredor de silencios y miradas bajas. Los hombres de seguridad se movían con disciplina, cargando discretamente el contenedor metálico que resguardaba el cuerpo de Pietro. Cada paso retumbaba en el mármol como un recordatorio del precio que habían pagado.
Karlo iba detrás, la mano derecha posada sobre el ataúd sellado, como si con ese gesto pudiera protegerlo todavía en la muerte. Su rostro era piedra, pero los ojos, enrojecidos, lo traicionaban. Nadie osó interponerse en su camino.
Maurizio discutía en voz baja con un par de hombres de logística, asegurándose de que la ruta hacia el aeropuerto privado estuviera despejada. De vez en cuando, lanzaba miradas hacia Mássimo, buscando la confirmación de que todo marchaba según lo dispuesto.
Gianluca se apartó un momento del grupo para encender un cigarrillo en la galería. Lo encendió, dio una sola calada y lo aplastó enseguida contra el hierro de la barandilla. Su pecho subía y bajaba con violencia contenida; no había espacio para indulgencias. Volvió al grupo sin decir palabra.
En el cuarto de recuperación. Chyara permanecía junto a Leila, inclinada sobre ella, acariciando apenas su mano fría. No había reacción, solo aquel parpadeo errático que rompía el alma. Chyara se inclinó más, susurrando en su oído:
Chyara dice con acento siciliano, “Voy a volver, Leila… no me muevo de tu lado, solo debo llevar a Pietro a casa. Cuando despierte… cuando tus ojos vuelvan a reconocerme, yo estaré aquí.”
Una lágrima cayó sobre la sábana, y Chyara la limpió con rapidez, como si temiera manchar la fragilidad de aquella piel.
Mássimo entró en la habitación en ese momento. Su figura llenaba el espacio con una autoridad silenciosa. Se acercó hasta el borde de la cama y por un instante sus ojos se suavizaron al mirar a Leila.
Mássimo dice con acento turinés, “Es hora. El avión espera en Caselle. La escolta los llevará hasta el hangar. Yo me quedo aquí, con ella.”
Chyara se incorporó con dificultad, apretando la mano de Leila antes de soltarla. Su mirada buscó la de Mássimo una última vez, como si confirmara la promesa arrancada minutos antes.
Chyara dice con voz quebrada, “Cuídala… hasta que yo regrese.”
Mássimo sostuvo su mirada sin pestañear. No respondió con palabras, solo con un leve movimiento de cabeza. Era suficiente.
El grupo se retiró por el corredor principal. El eco de sus pasos se fue apagando hasta que solo quedó el silencio. Afuera, los motores de los vehículos blindados rugieron en la noche húmeda de Turín, listos para escoltar el cortejo hacia el aeropuerto privado.
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