Planeando nuevos enfrentamientos contra Matteo.
Punto de vista: Etna.
La lluvia golpeaba los ventanales con una cadencia constante, como un metrónomo invisible marcando el paso de las horas. El refugio, aunque silencioso, respiraba tensión. El olor a café recién hecho se mezclaba con el de pólvora y aceite de armas que nunca parecía disiparse del todo.Etna estaba sentada en un sofá, envuelta en una manta oscura. Su piel aún conservaba un matiz pálido, pero sus ojos… esos ojos tenían ahora un filo nuevo, como si hubieran atravesado un fuego del que no se sale igual. En la mesa frente a ella había papeles, croquis del puerto, nombres tachados, rutas señaladas. Su mano izquierda sostenía una taza, pero la derecha jugaba con un encendedor, abriéndolo y cerrándolo en un ritmo obsesivo.
Karlo, de pie junto a la pared, la observaba sin disimulo. No solo por preocupación. También porque cada día desde aquella noche en el muelle, temía que despertara y ella ya no estuviera.
Karlo dice con acento siciliano, "No deberías estar aquí. Aún no estás lista."
Etna no lo miró.
Dices con acento catanés, "Estoy más lista que todos ustedes juntos."
Maurizio entró desde el pasillo, secándose el cabello con una toalla. Traía un gesto de pocas palabras, pero la mirada cargada de noticias.
Maurizio dice con acento siciliano, "Los informantes confirman que Matteo no ha aparecido en Palermo. Ni en Nápoles. Es como si se hubiera borrado del mapa."
Pietro, que estaba apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados, intervino.
Pietro dice con acento siciliano, "O está escondido… o está preparando algo más grande. Y no me gusta ninguna de las dos."
Etna dejó la taza sobre la mesa y se incorporó lentamente. La manta cayó al suelo, revelando un vendaje aún fresco en su abdomen.
Dices con acento catanés, "Lo que sea que esté haciendo… vamos a adelantarnos. No voy a esperar a que toque nuestra puerta."
Karlo dio un paso hacia ella.
Karlo dice con acento siciliano, "Etna, apenas sobreviviste a Kenia. No podemos—"
Etna lo interrumpió con una mirada cortante.
Dices con acento catanés, "Precisamente por eso no vamos a quedarnos quietos. Porque la próxima vez… puede que no sobreviva ninguno."
Un trueno retumbó sobre el refugio, como si el cielo confirmara sus palabras. En la mesa, los mapas parecían más que simples papeles: eran la promesa de la próxima guerra.
Pietro dice con acento siciliano, "¿Y cuál es el plan, entonces, Etna? ¿Un ataque frontal a un fantasma?"
Etna recogió el encendedor de la mesa, su movimiento deliberado. Lo abrió y cerró una vez más antes de hablar.
Dices con acento catanés, "No a un fantasma. A lo que dejó atrás. Matteo tiene puntos débiles. Familias, negocios, viejas alianzas. Vamos a quemar cada puente que tenga, hasta que no le quede más remedio que aparecer."
Maurizio asintió lentamente, su expresión sombría.
Maurizio dice con acento siciliano, "Es arriesgado. Podríamos despertar a toda la colmena."
Dices con acento catanés, "Que despierten. Que sepan que no estamos jugando. Si Matteo quiere guerra, guerra tendrá. Y esta vez, la jugaremos con nuestras reglas."
La mirada de Karlo se encontró con la de Etna. Había una mezcla de admiración y temor en sus ojos. Sabía que no había forma de hacerla cambiar de opinión.
Karlo dice con acento siciliano, "Bien. Pero vamos a necesitar más que un mapa y un encendedor. Necesitamos gente. Armas. Información."
Etna sonrió, una sonrisa fría y decidida.
Dices con acento catanés, "Ya me encargué de eso. La red se está moviendo. Los viejos favores están siendo cobrados. Y en cuanto a las armas... siempre hay un arsenal esperando a ser descubierto."
El sonido de la lluvia amainó, dejando solo el goteo constante de los aleros. Pero en la habitación, la tormenta apenas comenzaba. Etna tomó uno de los croquis y lo desdobló, señalando un punto en el mapa del puerto.
Dices con acento catanés, "Empezamos por aquí. El almacén de Salvatore. Nadie lo usa, pero es el punto de entrada perfecto para cualquier cargamento que Matteo intentara traer de vuelta a la ciudad."
Pietro y Maurizio se acercaron a la mesa, sus ojos fijos en el mapa. Karlo se mantuvo un paso atrás, observando a Etna. La chica que conocía había desaparecido, y en su lugar, había una estratega despiadada. La guerra había llegado a Sicilia, y Etna era su fuego.
La sala quedó en silencio tras la reunión. Pietro y Maurizio salieron del despacho rumbo al pasillo, dejando atrás el eco de sus pasos y el aroma del café aún flotando en el aire. Etna recogió los papeles de la mesa y los guardó en una carpeta negra, mientras Karlo permanecía apoyado contra la pared, sin quitarle los ojos de encima.
Karlo dice con acento siciliano, "Necesitamos hablar. A solas."
Etna lo miró de reojo, con un gesto que mezclaba impaciencia y curiosidad.
Dices con acento catanés, "Habla."
Karlo se acercó un paso, su voz más baja, pero cargada de tensión.
Karlo dice con acento siciliano, "No me trago lo de Gianluca. No me digas que es amor. No me digas que lo elegiste porque te hace feliz."
Etna frunció el ceño, dejando la carpeta sobre la mesa.
Dices con acento catanés, "No es asunto tuyo."
Karlo apretó la mandíbula, su mirada fija en ella.
Karlo dice con acento siciliano, "Claro que es asunto mío. Porque sé quién eres de verdad. Sé lo que vales. Y sé que ese bastardo no te conviene."
Etna suspiró, intentando mantener el control de su expresión.
Dices con acento catanés, "No entiendes nada, Karlo. Gianluca es… una pieza en un tablero mucho más grande."
Karlo dio otro paso, acortando la distancia entre ellos. Sus ojos ardían, pero no de ira, sino de algo más profundo.
Karlo dice con acento siciliano, "Entonces dime la jugada, Etna. Porque mientras tú estás con él, yo… me estoy volviendo loco. Y no solo por los celos. Es porque cada segundo que pasas cerca de él, sé que corres un riesgo que no necesitas correr."
Etna le sostuvo la mirada, sin retroceder.
Dices con acento catanés, "Sé cuidarme sola."
Karlo negó lentamente, su voz grave.
Karlo dice con acento siciliano, "Puede que sí. Pero eso no va a impedir que luche por ti. Y no voy a quedarme de brazos cruzados viendo cómo te enredas con un hombre que algún día podría venderte a Matteo sin pestañear."
Etna lo observó en silencio por un instante. Había un destello de algo en sus ojos, difícil de descifrar. No era rabia, ni miedo. Quizá un reconocimiento silencioso de la verdad que él estaba diciendo.
Dices con acento catanés, "No sabes en qué te estás metiendo."
Karlo sonrió apenas, pero su voz se volvió un susurro firme.
Karlo dice con acento siciliano, "Lo sé perfectamente. Me estoy metiendo en ti. Y no pienso salir."
El silencio se espesó entre ambos. Afuera, la lluvia volvía a arreciar, golpeando los cristales como un aplauso distante. Etna tomó la carpeta de nuevo, pero esta vez sus manos parecían menos seguras. Karlo se apartó solo lo suficiente para dejarle espacio, pero su mirada permaneció clavada en ella, como una promesa que no necesitaba más palabras.
Etna se giró para dejar la carpeta sobre la mesa auxiliar, dándole la espalda a Karlo por un instante. Él dio un paso más, acortando la distancia hasta que pudo percibir el aroma tenue de su perfume mezclado con el de pólvora.
Karlo dice con acento siciliano, "Solo dame un segundo… para que veas que hablo en serio."
Etna frunció el ceño, girándose hacia él.
Dices con acento catanés, "Karlo, no—"
No terminó la frase. Él inclinó el rostro, acercándose, la mano rozando apenas su brazo como una advertencia y una súplica al mismo tiempo. Sus labios estuvieron a un suspiro de los de ella, y Etna no se movió, atrapada entre el impulso y la razón.
Pero el sonido seco de una puerta abriéndose rompió el momento.
Gianluca dice con acento napolitano, "Interesante… muy interesante."
Su voz, cargada de veneno, llenó la habitación. Estaba recostado contra el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos y una sonrisa torcida que no alcanzaba sus ojos.
Karlo se apartó de inmediato, pero no lo suficiente como para borrar la cercanía evidente.
Karlo dice con acento siciliano, "No es lo que parece."
Gianluca soltó una carcajada baja, caminando hacia ellos con paso lento y seguro.
Gianluca dice con acento napolitano, "Claro que no. Tú solo estabas… tomando medidas, ¿verdad?"
Etna se mantuvo inmóvil, su mirada fija en Gianluca, evaluando cada palabra que podría usar para desactivar la tensión.
Dices con acento catanés, "No es momento para estupideces. Tenemos un plan que ejecutar."
Gianluca se detuvo frente a Karlo, tan cerca que casi podían sentir el latido del otro. Su sonrisa se borró, dejando una expresión fría.
Gianluca dice con acento napolitano, "Te sugiero que mantengas las manos… y los labios… lejos de lo que no te pertenece."
Karlo sostuvo la mirada, sin retroceder ni un milímetro.
Karlo dice con acento siciliano, "Etna no le pertenece a nadie."
Un silencio denso se apoderó del lugar. Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza renovada, como si el cielo quisiera advertirles que esa tormenta era apenas el principio.
Etna dio un paso al frente, interponiéndose entre ambos.
Dices con acento catanés, "Basta. No pienso perder tiempo con una pelea inútil. Tenemos trabajo que hacer."
Gianluca y Karlo se apartaron lentamente, pero la tensión no desapareció. Había quedado sembrada, como una chispa esperando encontrar combustible.
Gianluca dio un paso más hacia ella, como si no hubiera escuchado nada de lo que acababa de decir. Su mirada bajó brevemente a sus manos, que Etna mantenía firmes sobre la mesa para no mostrar el temblor sutil que recorría sus dedos. El veneno aún vivía en su cuerpo, dejando una sensación intermitente de frío en la piel y un ardor profundo en las articulaciones.
Gianluca dice con acento napolitano, "Aún tiemblas… No estás lista para enfrentarte a nada, y lo sabes."
Etna apretó la mandíbula. El calor de su respiración se mezclaba con el de él, pero sus rodillas amenazaban con ceder si permanecía demasiado tiempo de pie. Aun así, no le dio el gusto de verlo.
Karlo observaba cada detalle, el leve cambio en su respiración, el destello de dolor en sus ojos cuando su mano se apoyó un instante en el borde de la mesa para estabilizarse.
Karlo dice con acento siciliano, "Está más lista que tú. Aunque tenga que pelear con medio cuerpo."
Gianluca se giró lentamente hacia Karlo, pero su mano se mantuvo en la cintura de Etna, un gesto tan calculado como posesivo.
Gianluca dice con acento napolitano, "Mitad de cuerpo o no… es mía. Y voy a asegurarme de que siga respirando… para mí."
Etna apartó su mano de su cintura con un movimiento seco, aunque le costó un segundo recuperar el equilibrio.
Dices con acento catanés, "Respiraré para mí. No para ninguno de los dos."
El silencio fue como un hilo a punto de romperse. Afuera, un trueno sacudió el refugio. El sonido se coló por la ventana entreabierta, arrastrando el olor de la tierra mojada.
Gianluca se inclinó, lo suficiente como para que Karlo viera el gesto, y rozó la mejilla de Etna con los labios, un contacto suave pero cargado de un mensaje claro.
Gianluca dice con acento napolitano, "Recuerda quién estuvo ahí… cuando tu cuerpo decidió apagarse."
Karlo cerró los puños, pero no se movió. Solo clavó la mirada en Etna, como si quisiera atravesar esa barrera invisible que Gianluca había levantado entre ellos.
Etna, con la respiración controlada a duras penas, tomó el croquis de la mesa y lo sostuvo frente a ambos.
Dices con acento catanés, "La misión es mañana. O vienen conmigo… o se apartan del camino."
Ninguno respondió, pero en sus miradas estaba claro que esa guerra no era solo contra Matteo.
Un nuevo silencio se instaló en la habitación, más denso que los anteriores. Karlo desvió la mirada de Gianluca a Etna, su ceño fruncido con una preocupación que no intentaba ocultar. Gianluca, por su parte, mantuvo la sonrisa torcida, disfrutando del efecto que sus palabras habían causado.
Gianluca dice con acento napolitano, "¿Y si no queremos ninguno de los dos? ¿Qué pasaría si te dejáramos con tu propia guerra, Etna? ¿Crees que sobrevivirías sola?"
Etna no parpadeó. Su mano apretó el borde del croquis, arrugando ligeramente el papel. El dolor en sus articulaciones se intensificó, pero su voz no flaqueó.
Dices con acento catanés, "Sobreviví a cosas peores. Y si tengo que hacerlo sola, lo haré. Pero no les conviene."
Karlo dio un paso adelante, la paciencia agotada.
Karlo dice con acento siciliano, "No digas tonterías, Etna. No hay guerra que se gane en solitario. Y si Gianluca piensa abandonarte, tendrá que pasar por encima de mí."
Gianluca soltó una carcajada corta y despectiva.
Gianluca dice con acento napolitano, "Siempre tan predecible, Karlo. El héroe romántico. Pero ¿qué harás cuando descubras que no hay nada que salvar?"
Etna, harta de la disputa, alzó la voz, cortando la tensión con un filo nuevo.
Dices con acento catanés, "¡Ya basta! Ambos. La misión es mañana al amanecer. Necesito que estén concentrados, no peleando como niños. Si no pueden dejar sus… diferencias a un lado, entonces no necesito a ninguno de los dos."
Miró a Karlo, luego a Gianluca, una advertencia clara en sus ojos. La lluvia afuera comenzó a ceder, dejando solo un suave murmullo. El aire de la habitación, sin embargo, seguía cargado de la tormenta interna que los tres libraban.
Gianluca fue el primero en romper el contacto visual, su sonrisa desapareciendo por completo. Asintió con un movimiento imperceptible, la mandíbula tensa.
Gianluca dice con acento napolitano, "Entendido. Mañana al amanecer."
Se giró y salió de la habitación sin decir una palabra más, dejando un rastro de frialdad a su paso.
Karlo permaneció en su sitio, observando a Etna. La furia en sus ojos se había mezclado con una profunda preocupación.
Karlo dice con acento siciliano, "No me fío de él. Ni un poco."
Etna suspiró, el cansancio empezando a hacer mella en su postura.
Dices con acento catanés, "No tienes que fiarte. Solo tienes que hacer tu trabajo."
Se acercó a la ventana, observando el cielo oscuro que empezaba a clarear tímidamente. La lluvia había cesado por completo.
Karlo dice con acento siciliano, "Y tú… ¿te fías de él?"
Etna no respondió de inmediato. Sus ojos, antes llenos de fuego, ahora parecían más distantes, más cansados. Finalmente, sin girarse, pronunció una frase casi inaudible.
Dices con acento catanés, "No fío de nadie. Solo de mí misma."
Karlo se acercó, su voz grave y llena de reproche.
Karlo dice con acento siciliano, "Esa es la diferencia entre tú y yo, Etna. Yo sí confío en ti. Incluso cuando haces tonterías."
Etna se giró lentamente, sus ojos encontrándose con los de él. Había un brillo indescifrable, una mezcla de gratitud y la misma obstinación de siempre.
Dices con acento catanés, "Vete a descansar, Karlo. Mañana será un día largo."
Él dudó un instante, como si quisiera decir algo más, pero se contuvo. Asintió, su mirada fija en ella, y finalmente se dio la vuelta para salir de la habitación.
El silencio volvió a envolver a Etna. Sola en la habitación, con el croquis aún en la mano, se permitió un momento para cerrar los ojos. El veneno, las heridas, las palabras… todo se arremolinaba en su cabeza. Abrió los ojos de nuevo, fijando la mirada en el mapa. Mañana no solo sería un día largo, sería la continuación de una guerra que ella había decidido liderar. Y no había vuelta atrás.
Luchando por no enamorarse.
Etna dejó el croquis extendido sobre la mesa, sin volver a mirar a la ventana. Se incorporó lentamente, un leve temblor en sus piernas obligándola a aferrarse al respaldo de la silla antes de dar el primer paso. El dolor punzante en su costado era como una cuchilla enterrada que cada movimiento hacía girar más profundo.La estancia quedó en silencio cuando salió. El pasillo estaba débilmente iluminado, las sombras proyectadas por las lámparas parecían alargarse, siguiéndola. Cada paso era medido, lento, como si calculara cuánto peso podía soportar su cuerpo sin que la traicionara. El eco de sus botas resonaba contra el piso de cemento, acompasado con la punzada rítmica en sus articulaciones.
Al llegar a la puerta de su recámara, se apoyó unos segundos en el marco, respirando hondo. Su mano temblaba al girar la perilla. Adentro, el ambiente estaba más cálido, pero eso no aliviaba el frío interno que el veneno había dejado en su sangre. Dejó caer la chaqueta sobre la silla y se sentó en el borde de la cama, inclinándose hacia adelante, los codos sobre las rodillas. Cerró los ojos, buscando un respiro.
No escuchó el primer paso detrás de ella. Solo sintió la presencia. Gianluca estaba allí, de pie, observándola con esa mezcla de deseo y dominio que lo volvía peligroso. Cerró la puerta despacio, el clic del cerrojo sonó como un sello final.
Gianluca dice con acento napolitano, "Estás empeñada en hacerme enfadar… caminando sola así, cuando apenas puedes sostenerte."
Etna levantó la vista, sus ojos afilados a pesar del cansancio.
Dices con acento catanés, "No necesito un guardián."
Él ignoró la respuesta. Se acercó despacio, agachándose frente a ella. Su mano rozó su rodilla, subiendo con lentitud hasta encontrar la cicatriz cubierta por el vendaje bajo la tela del pantalón.
Gianluca dice con acento napolitano, "No sabes lo que me hace verte así… rota… y aún desafiante."
Etna apartó la pierna, pero el dolor le hizo inhalar bruscamente. Gianluca notó el gesto y su mirada cambió, volviéndose más grave.
Gianluca dice con acento napolitano, "Dime dónde duele."
Sin esperar respuesta, tomó sus manos y las sostuvo con fuerza, como anclándola. Su pulgar acariciaba el dorso de una de ellas, pero el contacto no era enteramente tierno; había posesión en cada movimiento.
Dices con acento catanés, "No necesito tu compasión."
Gianluca esbozó una sonrisa breve, pero sus ojos permanecieron oscuros.
Gianluca dice con acento napolitano, "Esto no es compasión… es asegurarme de que mi mujer esté entera para lo que viene."
Etna le sostuvo la mirada. El pulso en sus sienes latía con fuerza. El veneno le había robado parte de su energía, pero no su voluntad. Sin embargo, cuando Gianluca deslizó una mano detrás de su cuello y la acercó más, no lo detuvo.
Los labios de Gianluca se encontraron con los suyos, un beso que comenzó con una suavidad engañosa antes de volverse más exigente, más profundo. Su aliento cálido la envolvió, y la mano en su nuca se tensó, atrayéndola con una fuerza que le hizo ceder. Etna sintió el calor extenderse por su cuerpo, una distracción bien recibida del frío punzante del veneno. Sus propias manos, casi por instinto, se aferraron a los brazos de él.
Gianluca se separó apenas un milímetro, sus ojos oscuros fijos en los de ella, cargados de un deseo innegable. Gianluca dice con acento napolitano, "¿Lo sientes, Etna? Esto es lo que te pertenece. Esto es lo que te mantiene viva."
Sus dedos se deslizaron desde su nuca hasta su espalda, acariciando suavemente la curva de su columna. El roce, en lugar de ser meramente posesivo, se sintió extrañamente protector, como si quisiera envolverla en su propio calor. Etna se inclinó ligeramente, una rendición casi imperceptible a su proximidad. El cansancio y el dolor se mezclaban con una punzada de anhelo.
Dices con acento catanés, "No… no necesito a nadie para sentirme viva." Su voz era un susurro, apenas audible, pero él la escuchó.
Gianluca sonrió con tristeza, una sonrisa que no llegó a sus ojos. Gianluca dice con acento napolitano, "Lo sé. Pero me necesitas para esto. Para que este veneno… no te consuma."
Se levantó, y con un movimiento suave, la alzó en brazos. Etna no protestó. Su cuerpo, fatigado y dolorido, se acurrucó contra el suyo. Él la llevó hasta la cama, recostándola con delicadeza, como si fuera de cristal. Se arrodilló a su lado, la mano firme pero suave sobre su frente, luego en su mejilla, sintiendo la fiebre intermitente.
Gianluca dice con acento napolitano, "Estás ardiendo. Maldito veneno."
Con una agilidad sorprendente, Gianluca buscó un ungüento en el botiquín cercano. Sus movimientos eran rápidos y eficientes. Untó una pequeña cantidad en sus dedos y comenzó a masajear suavemente sus sienes, luego su cuello, y finalmente, con una delicadeza inesperada, desabrochó los primeros botones de su camisa para alcanzar la piel pálida de su pecho, donde las venas aún se marcaban con un leve tinte azulado por el rastro del veneno.
Etna cerró los ojos, el contacto de sus dedos fríos sobre su piel febril era un alivio. No había erotismo en ese tacto, solo una preocupación tangible, una cura silenciosa. Gianluca dice con acento napolitano, "Te cuidaré, Etna. Incluso de ti misma. Deja que este dolor… se vaya."
Sus manos continuaron su labor, expertas y suaves, masajeando la tensión en sus músculos, aplicando el ungüento en cada punto donde el veneno había dejado su huella. Etna, por primera vez en días, sintió una relajación profunda. La lucha constante, la tensión, el dolor… todo cedió un poco ante la presencia de Gianluca, su protector, su debilidad. Y en ese momento de vulnerabilidad, no pudo evitar la entrega.
Etna abrió los ojos lentamente, encontrando los de Gianluca a pocos centímetros. La intensidad de su mirada no se había apagado; era una mezcla peligrosa de posesión y devoción que parecía envolverla por completo.
Dices con acento catanés, "Esto no cambia nada."
Gianluca inclinó la cabeza, una sonrisa ladeada asomando en sus labios.
Gianluca dice con acento napolitano, "Claro que lo cambia… aunque no quieras admitirlo."
Ella apartó la vista hacia la pared, como si al romper el contacto visual pudiera protegerse de la influencia que él ejercía sobre su voluntad. Sin embargo, sus manos seguían inmóviles sobre la sábana, no lo empujaban, no lo alejaban.
Gianluca volvió a rozar la herida en su costado, esta vez con extremo cuidado, como si estuviera memorizando cada línea de su cicatriz.
Gianluca dice con acento napolitano, "Te prometí que no dejaría que nadie volviera a tocarte así. Y me lo voy a cobrar."
Etna giró lentamente el rostro, fijando sus ojos en los suyos, una chispa de desafío brillando bajo el cansancio.
Dices con acento catanés, "¿Y cómo piensas cobrarlo, Gianluca? ¿Encerrándome aquí? No soy un trofeo."
Gianluca sonrió, una sonrisa cargada de una extraña melancolía.
Gianluca dice con acento napolitano, "¿Un trofeo? No, Chyara. Eres mi guerra. Y pienso ganarla. No encerrándote, sino haciendo que no quieras irte. Que entiendas que lo que te ofrezco no lo tiene ningún otro. Ni ese siciliano que te mira como un cachorro perdido, ni ninguno de los que te rodea. Ellos te quieren para sus fines. Yo te quiero para mí."
Su mano se movió desde la herida hacia su rostro, acariciando su mejilla con una delicadeza inesperada, casi reverente. Sus ojos, profundos y oscuros, buscaban algo en los de ella, una respuesta, una señal.
Gianluca dice con acento napolitano, "Te deseo, sí. Pero no solo eso. Quiero estar contigo. Quiero ser la única razón por la que te sientas viva cuando todo lo demás intente matarte. Que no busques consuelo en las promesas vacías de otros, ni en los riesgos innecesarios. Quiero que esta batalla… la libremos juntos. Tú y yo. Y nadie más."
Etna parpadeó, la intensidad de sus palabras resonando en la habitación. Era una declaración que no esperaba, una vulnerabilidad en él que apenas dejaba entrever. La mano de Gianluca se deslizó hasta sus labios, rozándolos con el pulgar, una invitación silenciosa.
Dices con acento catanés, "¿Y crees que con eso… vas a detenerme? ¿Crees que un par de palabras dulces van a cambiar lo que soy?"
Gianluca negó con la cabeza, su sonrisa se hizo más tierna, pero con un matiz de determinación férrea.
Gianluca dice con acento napolitano, "No. No busco cambiarte, Etna. Busco que me elijas. Que entiendas que mi amor es tan fuerte como tu fuego. Y que cuando llegue el momento, no haya duda de a quién le perteneces."
Se inclinó, y esta vez, el beso fue diferente. No era posesivo ni demandante, sino una promesa. Una promesa de guerra, de pasión, de una lucha constante por un espacio en su corazón que, por primera vez, Etna sintió que Gianluca se atrevía a reclamar.
Etna no cerró los ojos al recibir el beso. Lo sostuvo, lo midió, como si buscara descubrir en él la verdad detrás de las palabras. El calor de Gianluca contrastaba con el frío que todavía sentía en sus huesos por el veneno. Cuando él se apartó apenas unos centímetros, sus respiraciones se mezclaron.
Dices con acento catanés, "No te prometo nada, Gianluca. Si me quedo… será porque yo lo decida."
Gianluca sonrió levemente, inclinando el rostro hasta que su frente rozó la de ella.
Gianluca dice con acento napolitano, "Eso es todo lo que quiero."
Sus manos permanecieron en su rostro unos segundos más antes de retirarse. Se incorporó, pero no se alejó. La observó, como si quisiera grabar en su memoria cada detalle de ese momento: el brillo desafiante de sus ojos, la palidez que aún marcaba su piel, la tensión sutil en su respiración.
Etna giró el rostro, buscando un poco de distancia. El dolor en su costado volvió a recordarle su fragilidad. Sus dedos se cerraron sobre la manta, intentando disimular el temblor de sus manos.
Gianluca se inclinó, su mano derecha se deslizó por la espalda de Etna hasta su cintura, levantándola con suavidad hasta acomodarla mejor en la cama. El cuerpo de ella, todavía frágil por el veneno, se moldeó al suyo, y él la cubrió con la manta con un gesto de profunda protección. Su otra mano acarició su cabello, apartándolo de su rostro, revelando la palidez que aún no la abandonaba.
Gianluca dice con acento napolitano, "Me tienes preocupado, Chyara. Este veneno… se aferra a ti como una sombra. No me gusta verte así, tan… vulnerable. Cada día es una lucha para ti, lo veo en tus ojos."
Sus dedos trazaron la línea de su mandíbula, con una ternura que contrastaba con la tensión que había en su voz.
Gianluca dice con acento napolitano, "No quiero que salgas de nuevo… no así, aún no te recuperas. Necesito que estés fuerte, Etna. No solo por la guerra que viene, sino por ti. Por lo que somos. Por lo que podemos ser."
Etna cerró los ojos, sintiendo el calor de su mano en su mejilla. Era una caricia que pedía una tregua a la batalla interna que libraba su cuerpo. La pasión en su toque se mezclaba con una protección casi feroz, una que, a pesar de su orgullo, agradecía.
Gianluca inclinó la cabeza, observando cada gesto de ella como si buscara leer pensamientos ocultos. Su pulgar continuó dibujando círculos lentos en su piel, una insistencia silenciosa para que se quedara en ese instante, lejos de planes y venganzas.
Gianluca dice con acento napolitano, "Déjame ser tu escudo esta vez. No quiero verte forzarte, no cuando tu cuerpo todavía tiembla al caminar."
Etna sintió un peso extraño en esas palabras, como si no solo hablara de la guerra contra Matteo, sino de la lucha que él creía librar por mantenerla a su lado. Su mano subió lentamente, descansando en el antebrazo de Gianluca, un gesto que no era rendición, pero tampoco rechazo.
Dices con acento catanés, "No sé si algún día entenderás que no puedo quedarme quieta. No sé estar inmóvil."
Gianluca mantuvo la mirada fija en ella, sin parpadear.
Gianluca dice con acento napolitano, "Entonces déjame al menos caminar contigo… aunque sea en medio del infierno."
El silencio se apoderó de la habitación, roto solo por el golpeteo distante de la lluvia en las ventanas del refugio. Etna apartó la mirada, respirando hondo. El calor de su mano aún en su rostro era reconfortante, pero también un recordatorio incómodo de la intensidad con la que él la reclamaba.
Gianluca se inclinó para besar su frente, un toque breve pero cargado de intención. Luego se levantó lentamente, acomodando la manta sobre ella una vez más antes de dirigirse a la puerta.
Gianluca dice con acento napolitano, "Descansa, Etna. Mañana será otro día para pelear… y para decidir si me dejas estar en esa pelea."
El cerrojo sonó suave al cerrarse, y la penumbra volvió a envolver la habitación. Etna permaneció inmóvil, mirando el techo, sintiendo que la guerra que Gianluca prometía no se libraría solo fuera… sino también en su propio corazón.
Leila cada día sufre más en Montenegro.
Punto de vista: Leila.
El viento del Adriático golpeaba las paredes de piedra húmeda, colándose por rendijas invisibles y dejando un eco frío que se mezclaba con el olor a sal y óxido. El lugar, un antiguo fuerte costero en ruinas, se erguía sobre un acantilado de Montenegro, invisible desde el mar salvo para quien conociera sus coordenadas exactas.En el pasillo principal, iluminado por lámparas amarillentas, el sonido de botas resonaba con un ritmo pesado y constante. Gianlorenzo caminaba al frente, un cigarro medio consumido entre los dedos, la sombra de su abrigo proyectándose alargada sobre las paredes desconchadas. Detrás de él, dos hombres armados custodiaban la entrada de una puerta reforzada con acero y cerrojos dobles.
Uno de los guardias se enderezó al verlo.
Guardia dice con acento montenegrino, "Todo tranquilo, señor. No ha intentado nada desde ayer."
Gianlorenzo no contestó de inmediato. Exhaló una nube de humo, observando la cerradura como si pudiera ver más allá. Finalmente, asintió y extendió la mano.
Gianlorenzo dice con acento siciliano, "Dame las llaves."
El guardia obedeció. El metal tintineó antes de que Gianlorenzo lo girara en la cerradura, liberando el cerrojo con un sonido seco. Empujó la puerta y entró.
La celda era pequeña, con paredes encaladas que el tiempo había cubierto de manchas de humedad. Una cama de hierro ocupaba un rincón, cubierta por una manta gris áspera. Sentada en el borde, con las manos unidas sobre el regazo, estaba la mujer que habían mantenido allí durante dos meses. Su cabello, más largo y opaco que antes, caía sobre su rostro, ocultando en parte la palidez de su piel. Los vendajes en sus muñecas asomaban bajo la tela ligera de la blusa, recuerdo de cadenas que ya no llevaba pero cuyo peso aún se notaba en su postura.
No levantó la cabeza cuando él entró. Sus ojos permanecieron fijos en un punto invisible en el suelo, como si no mereciera gastar energía en reconocer su presencia.
Gianlorenzo cerró la puerta tras de sí, quedando solo con ella. Avanzó despacio, sus pasos marcando la distancia que los separaba. Se detuvo a menos de un metro, inclinando la cabeza para intentar captar su mirada.
Gianlorenzo dice con acento siciliano, "¿Otra vez en silencio? Me pregunto si es por dignidad… o porque ya te has acostumbrado."
Ella no respondió. Sus dedos se tensaron levemente sobre la manta, un gesto mínimo, pero suficiente para que él sonriera de lado.
Gianlorenzo dice con acento siciliano, "Sabes… Montenegro es un buen lugar para desaparecer. Nadie pregunta, nadie busca. Y si alguien lo hace… nunca encuentra lo que quiere."
Se inclinó, apoyando una mano en el colchón a su lado. El aroma a tabaco y sal lo envolvió todo.
Gianlorenzo dice con acento siciliano, "Pero tú… tú eres demasiado valiosa para desaparecer. Demasiado valiosa para morir… todavía."
Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, pero ella no hizo ningún sonido. La respiración de Leila se volvió apenas perceptible, como si intentara volverse invisible. Él sonrió de nuevo, esta vez con menos diversión y más satisfacción.
Gianlorenzo dice con acento siciliano, "Veo que aún queda algo de la vieja Leila. Bien. Eso nos ahorra trabajo."
Sacó del bolsillo interior de su abrigo una jeringa prellenada. El líquido ámbar en su interior brilló bajo la tenue luz de la celda. Leila lo vio y su cuerpo se tensó. El terror se instaló en sus ojos. Él no necesitó forzarla. Con la experiencia de quien ha repetido el acto decenas de veces, le tomó el brazo y, con una destreza casi suave, localizó la vena. El pinchazo fue rápido, casi indoloro, pero la sensación del líquido frío entrando en su torrente sanguíneo la hizo estremecerse.
Gianlorenzo la soltó y la jeringa cayó con un leve tintineo sobre la manta. El efecto fue casi inmediato. Los músculos de Leila se relajaron, sus ojos se entornaron y la mirada se le perdió en la nada. El miedo dio paso a una calma forzada, una rendición química.
Gianlorenzo la observó por un momento, asegurándose de que la droga había surtido el efecto deseado. La expresión ausente en el rostro de Leila era la confirmación que necesitaba. Con movimientos pausados, sacó de un maletín de cuero una pila de documentos y un bolígrafo. Había extractos bancarios de cuentas en Suiza, Luxemburgo y las Islas Caimán, todas a nombre de empresas fantasma, pero controladas por la red de Cosa Nostra que Leila había manejado tras la enfermedad de su padre, Matteo. También había otros papeles, actas de acuerdos subterráneos y autorizaciones que le permitían tomar control total sobre los activos restantes de la familia.
Con una facilidad alarmante, guio la mano flácida de Leila para que firmara en los lugares indicados. Su firma, antes tan firme y decidida, ahora era un garabato tembloroso, un reflejo de su voluntad anulada. Cuando terminó, Gianlorenzo sonrió, una expresión de triunfo que apenas se molestó en disimular.
Luego, sacó de otro compartimento del maletín un conjunto de ropa. No era ropa de viaje, ni mucho menos de abrigo. Era un vestido de seda fina, de un color carmesí oscuro que contrastaba con la palidez de su piel. El escote era pronunciado, dejando al descubierto una parte de su pecho, y la tela caía de forma fluida, apenas rozando sus muslos. Los hombros quedaban expuestos, y la espalda se abría en un corte profundo. Era un atuendo diseñado para exhibir, no para proteger.
Con la misma desapasionada eficiencia, la obligó a quitarse su ropa y ponerse el vestido. Los vendajes en sus muñecas quedaron en evidencia, un detalle que Gianlorenzo ignoró por completo. Una vez vestida, Leila parecía una muñeca, su cuerpo laxo y su mirada vacía.
Gianlorenzo la levantó y la llevó hacia la puerta, que el guardia, ahora identificado como Dragan, abrió sin dudar. Otro hombre, Kuzman, un lugarteniente robusto con una cicatriz en la mejilla, esperaba en el pasillo. Entre los dos, condujeron a Leila por un laberinto de pasillos hasta una puerta de madera maciza al final del corredor.
Al entrar en la habitación, un hombre alto y de semblante duro se puso de pie. Su cabello era canoso, y sus ojos, de un azul gélido, observaron a Leila con una mezcla de calculada satisfacción y frialdad. Era Domenico Rossi, un antiguo rival de Leila en los bajos fondos, un hombre que había jurado venganza por viejas afrentas y que ahora había comprado a Leila como un trofeo, una herramienta para humillar lo que quedaba de la Principessa del terror.
Domenico se acercó, la mirada fija en Leila. Una sonrisa lenta y cruel se extendió por sus labios.
"La Principessa del terror", Domenico siseó, su voz un murmullo áspero que apenas ocultaba el desprecio. Su mano se levantó y rozó el hombro desnudo de Leila, una caricia calculada para provocar repulsión. Sus ojos, sin embargo, bajaron por su cuerpo con una maldad hambrienta. "Mira qué bajo has caído. De reinar la noche de Palermo a ser… esto."
Gianlorenzo y los hombres, que habían permanecido en la entrada de la habitación, soltaron risas contenidas. "Disfruta el espectáculo, Domenico", dijo Gianlorenzo, con una burla en la voz. "Te lo has ganado."
Dragan soltó una carcajada estridente. "No te olvides de la propina, jefe", bromeó, y Kuzman asintió, una sonrisa lasciva en su rostro.
Gianlorenzo les hizo un gesto para que salieran. Las palabras y risas se desvanecieron a medida que la puerta se cerraba con un suave clic, dejando a Domenico y Leila solos en la fría habitación. El silencio que siguió fue denso, cargado con el resentimiento y el deseo perverso de Domenico.
Domenico se acercó a Leila, la sonrisa cruel nunca abandonando sus labios. Su mano, grande y áspera, se posó en el hombro desnudo de ella, y luego se deslizó lentamente por el brazo, con una lentitud que era más tortura que caricia. La seda del vestido cedía bajo sus dedos, y Leila sintió un escalofrío helado que nada tenía que ver con la temperatura de la habitación. Sus ojos, ya empañados por la droga, intentaron enfocar el rostro de Domenico, pero todo era una bruma. Solo podía ver la crueldad en sus ojos gélidos, la satisfacción de un depredador que había acorralado a su presa.
"¿Qué te pasa, Principessa?" susurró Domenico, su aliento cálido y repugnante en la mejilla de Leila. "¿No tienes nada que decir? ¿Acaso el gran terror de Palermo ha perdido su voz?"
La mano de Domenico se detuvo en el escote del vestido, justo en el punto donde la tela cubría el inicio de sus pechos. Con un tirón brusco, el delicado tejido se desgarró con un sonido seco, revelando una parte más íntima de su cuerpo. Leila gimió, un sonido apenas perceptible, más una exhalación de dolor que una protesta. Su cabeza se movió de un lado a otro, un débil y patético intento de negación, pero la droga había anulado su voluntad. Su cuerpo no le respondía, sus músculos eran gelatina.
Domenico se rió, una carcajada ronca y desagradable que llenó el silencio de la habitación. "No te niegues, Leila. Siempre fuiste una mujer de pasiones, ¿no? Siempre buscando el poder, el control. Y ahora… mira cómo te has quedado."
Continuó desgarrando la tela, sin prisa, como si saboreara cada ruptura. El vestido, que antes había sido una burla de su feminidad, ahora se convertía en un testimonio de su humillación. Pedazos de seda carmesí cayeron al suelo, revelando más y más de su piel pálida y vulnerable. Los vendajes en sus muñecas quedaron completamente expuestos, recordatorios gráficos de su cautiverio, de las cadenas que la habían atado y doblegado.
Leila cerró los ojos, intentando escapar del horror, de la vista de sí misma, de la mirada hambrienta de Domenico. Las lágrimas seguían deslizándose por sus mejillas, silenciosas, mezclándose con el sudor frío. Por dentro, su mente gritaba, maldecía, luchaba contra la impotencia. Quería gritar, escupirle a la cara, morderlo, pero su garganta estaba cerrada, su boca incapaz de formar palabra alguna. Era una prisionera en su propio cuerpo, un recipiente vacío donde antes había habitado la fiera "Principessa del Terror".
Domenico se inclinó, su rostro peligrosamente cerca del de ella. "Sabes, siempre quise esto, Leila," susurró, su voz cargada de un resentimiento antiguo. "Verte así, rota, indefensa. Después de todo lo que me hiciste, después de cómo te reíste de mí… la venganza es dulce, ¿no crees?"
Con cada palabra, con cada toque, Domenico desnudaba no solo su cuerpo, sino también su alma. La humillación se grababa en cada fibra de su ser, en cada latido de su corazón desesperado. La respiración de Leila se volvió irregular, pequeños jadeos que se perdían en el aire. La droga la mantenía en un estado de duermevela, un infierno consciente donde no podía escapar de su propia degradación.
Domenico, con un último tirón, desgarró el resto del vestido, dejando a Leila completamente desnuda y expuesta. Su mirada se detuvo en los vendajes de sus muñecas por un instante, una mueca de desprecio cruzando su rostro antes de que la empujara con fuerza hacia un sofá cama cercano. El cuerpo de Leila, inerte por la droga, cayó sobre la tela gastada con un golpe sordo.
Sin perder un segundo, Domenico comenzó a desvestirse, sus movimientos bruscos y llenos de una impaciencia voraz. La camisa voló por la habitación, seguida del pantalón y la ropa interior, revelando su cuerpo con una desnudez cruda y sin pudor. Sus ojos no se apartaban de Leila, una mezcla de ansia y una satisfacción perversa brillando en ellos. La erección en sus pantalones era evidente, una señal de su excitación y del oscuro propósito que lo impulsaba.
Se abalanzó sobre ella, la tela del sofá crujiendo bajo su peso. El aliento de Domenico, pesado y caliente, golpeó el rostro de Leila mientras él se colocaba entre sus piernas, forzándolas a abrirse sin un ápice de delicadeza. El gemido ahogado que escapó de los labios de Leila se perdió en el aire. Sus ojos, aunque velados por la droga, reflejaban un terror insondable, una súplica silenciosa que él ignoró por completo.
Domenico no pronunció palabra. Su rostro estaba contraído por la excitación y la rabia contenida. Sin preocuparse por su dolor o su resistencia, sin buscar su consentimiento que de todos modos era imposible obtener, la penetró con una brutalidad que le arrancó a Leila un grito silencioso. El impacto fue un tormento físico, un desgarro que la hizo arquearse débilmente, sus músculos temblaban en un esfuerzo inútil por liberarse. Las lágrimas, ahora abundantes, se desbordaron por sus sienes, perdiéndose en el cabello enmarañado. Cada embestida era un golpe de martillo, una reafirmación de su impotencia, de la anulación total de su ser. Ella era solo un objeto en sus manos, una marioneta sin voluntad, obligada a soportar el horror que se desarrollaba. El silencio en la habitación, roto solo por los jadeos de Domenico y los débiles suspiros de Leila, amplificaba la cruda realidad de la violación.
Mientras el tiempo se arrastraba, cada embestida de Domenico era un nuevo clavo en el ataúd de su espíritu. La mente de Leila se desconectaba, buscando refugio en algún rincón oscuro de su conciencia, lejos de la agonía y la degradación. Solo la mantenía anclada a la realidad el dolor, punzante y constante, y las lágrimas que no dejaban de correr. La furia de Domenico, su sed de venganza, se desbordaba en cada movimiento, cada jadeo. Finalmente, con un gemido gutural, se desplomó sobre ella, su cuerpo pesado e inerte por un momento, antes de rodar a un lado.
El silencio volvió a caer en la habitación, aún más opresivo que antes. Domenico se levantó, jadeando, y comenzó a vestirse con la misma prisa con la que se había desnudado, como si quisiera borrar la evidencia de su acto. No le dirigió ni una sola mirada a Leila, quien yacía inmóvil en el sofá, su cuerpo desnudo y ultrajado, los vendajes en sus muñecas como el único adorno en su piel pálida. Una mancha oscura se extendía entre sus piernas, un recuerdo brutal de lo que acababa de ocurrir.
Cuando Domenico terminó de vestirse, se alisó la ropa y se dirigió a la puerta sin una palabra. Antes de salir, se detuvo un instante y miró por encima del hombro. Su voz, ahora fría y sin rastro de la pasión violenta de antes, rompió el silencio.
—Disfruta tu nueva vida, Principessa. Esto es solo el principio.
La puerta se cerró con un eco sordo, dejando a Leila sola, abandonada en su propia ruina. El efecto de la droga empezaba a disiparse, lentamente, devolviéndole la conciencia de su cuerpo, de cada dolor, de cada herida. Quería gritar, vomitar, desaparecer, pero solo pudo temblar, sus músculos contraídos por una mezcla de náusea y espasmos incontrolables. El frío de la habitación se colaba en sus huesos, y el olor a tabaco, sal y algo más, algo oscuro y perturbador, llenaba el aire.
Se llevó una mano a la boca, intentando contener un sollozo que se negaba a salir. Las lágrimas, ahora más amargas, se mezclaban con la saliva mientras su garganta se cerraba. No había consuelo, no había escape. Solo el vacío, y el eco de la crueldad. Y una frase que resonaba en su mente, una y otra vez, como un martillo golpeando su cráneo: "Esto es solo el principio".
Una ola de recuerdos la asaltó, más vívidos y dolorosos que el frío de la celda. Las caras de su gente desfilaron ante sus ojos empañados: Chyara, su confidente, su hermana de corazón, con su risa franca y su lealtad inquebrantable. Karlo y Maurizio, sus guardias, sus hermanos de sangre y de armas, sus sombras protectoras. Pietro, el custodio silencioso, el pilar de su imperio. Y luego, la imagen que más la desgarraba, la que la hacía aferrarse a un hilo de cordura: Massimo, su cioccolatto.
Su nombre escapó de sus labios en un susurro, una súplica ahogada que se perdió en el aire viciado. "Massimo… por favor…" La voz le temblaba, rota por el llanto y el agotamiento. Se aferraba a su recuerdo, a la calidez de su piel, al consuelo de sus brazos, a la promesa de un amor que ahora parecía tan distante, tan imposible. Cada sollozo era un ruego para que él la encontrara, para que la sacara de ese infierno antes de que la oscuridad la consumiera por completo. El dolor físico y la agonía emocional se mezclaban, arrastrándola hacia un abismo de inconsciencia. Sus párpados pesaban, la vista se le nublaba. "Massimo…" El nombre fue el último sonido que emitió antes de que el cansancio y el desespero la arrastraran a un sueño sin sueños, una pausa forzada en su tormento.