Sinopsis:
Mucho antes de que Leila Ferrari se convirtiera en la mente más temida de la mafia siciliana, existió una red de silencios, heridas y lealtades forjadas con sangre. Antes del Imperio narra la historia de quienes crecieron a la sombra de Matteo Ferrari, atrapados entre la obediencia forzada y la rabia contenida. Pietro, Karlo, Maurizio… y Chiara —antes de ser Etna—, eran solo adolescentes cuando sus destinos fueron arrebatados y sus vidas torcidas por una estructura que los moldeó como armas, no como personas.Desde los barrios olvidados de Palermo hasta los rincones más oscuros de Nápoles, esta historia revela el origen de los que un día serían soldados, guardianes, traidores… y jefas. Una travesía por sus infancias robadas, sus primeros vínculos, sus heridas más profundas y la construcción invisible del imperio que Leila heredaría… sin saber que el precio sería el alma de cada uno de ellos.
Antes del Imperio es una historia de sobrevivientes. De los que no eligieron el mundo que los reclamó, pero que aprendieron a dominarlo… o morir en el intento.
Reviviendo recuerdos.
Punto de vista: etna.
EXTERIOR – PUERTO DE CATANIA – ZONA PRIVADA DE EMBARQUE – TARDEEl sol comenzaba a descender sobre el horizonte marino, tiñendo de oro las aguas tranquilas del puerto. Las grúas mecánicas se desplazaban lentamente, cargando los contenedores con precisión industrial. En el muelle, Etna caminaba a paso firme con su chaqueta táctica abierta, el cabello suelto, gafas oscuras. A su lado, Karlo ajustaba su auricular. Maurizio revisaba las planillas. Pietro, en mangas de camisa, supervisaba que la mercancía fuera asegurada correctamente dentro del primer barco.
Karlo dice con acento siciliano, "Mira nomás. Y pensar que hace años Leila no nos dejaba ni tocar una caja sin pasar tres inspecciones."
Maurizio se rió. De medio lado. Observaba los movimientos de carga como quien controla un ballet mecánico.
Maurizio dice con acento siciliano, "¿Te acuerdas cuando creíamos que esto era solo mover paquetes de un lado a otro?"
Pietro soltó una carcajada leve. Aunque sus ojos todavía no tenían todo el brillo de antes, la voz sonaba más viva que en semanas.
Pietro dice con acento siciliano, "O cuando Leila nos obligaba a correr diez kilómetros si llegábamos un minuto tarde… incluso si era domingo."
Karlo dice con acento siciliano, "A mí me hizo correr porque me fumé un puro en su oficina. Me gritó delante de todos. Hasta Chiara se rió…"
Etna giró el rostro, alzó una ceja.
Dices con acento catanés, "Yo me reí porque sabías que no debía hacerse. Lo hiciste igual. Era justicia poética."
Maurizio los miró a ambos, y luego bajó la voz. Más por respeto que por duda.
Maurizio dice con acento siciliano, "Etna… tú estabas desde antes. Pero nunca nos contaste por qué Leila te eligió para esta guerra. ¿Por qué tú? ¿Qué fue eso de que te salvó? ¿Cuándo te entrenaba?"
Etna detuvo el paso. El sonido de las poleas se desvanecía entre el viento salado. Se acercó al borde del muelle, donde podía mirar el mar directamente. Acarició la baranda oxidada con los dedos. Su voz, suave al principio.
Dices con acento catanés, "Estaba sola. Mis padres habían muerto… no por accidente. Mi tío traficaba con la Camorra. “
Los chicos callaron. Incluso Pietro, que nunca preguntaba demasiado.
Dices con acento catanés, "Un día… escuché algo que no debía. Un intercambio. Nombres. Códigos. Me siguieron. Corrí. No tenía dónde esconderme. Leila estaba ahí. Se bajó de un coche negro. Me miró. Me preguntó si quería morir como rata… o vivir como loba."
Maurizio tragó saliva. El mar olía más salado de pronto.
Dices con acento catanés, "Me llevó con ella. No me preguntó mi nombre. No me preguntó mi edad. Me enseñó a disparar antes de enseñarme a leer los contratos. Me enseñó a mentir con los ojos abiertos, y a decir la verdad solo con los puños cerrados."
Karlo bajó la mirada, serio.
Karlo dice con acento siciliano, "¿Y por qué nunca nos lo dijiste?"
Etna giró hacia ellos. El viento le movió el cabello hacia atrás. Su rostro era el de una mujer que había enterrado más cosas de las que podía contar.
Dices con acento catanés, "Porque no era una historia. Era mi deuda. Leila me hizo fuerte. Me dio una razón para vivir. Cuando ella me nombró sucesora… no fue por afecto. Fue porque sabía que yo jamás me vendería. Ni por amor. Ni por dinero. Ni por miedo."
Pietro se acercó. Tenía el rostro más sereno que en semanas. Sus palabras, pausadas.
Pietro dice con acento siciliano, "Entonces… Leila sabía que, cuando todo se fuera al carajo, tú serías la que quedara de pie."
Etna asintió. Sus ojos, fijos en el agua.
Dices con acento catanés, "Y lo estaré. Hasta que Matteo caiga. Hasta que el último bastardo que le dio la espalda… conozca lo que significa el nombre Ferrari."
Maurizio sonrió. No por burla. Por respeto.
Dices con acento catanés, "les contaré el día que todo empezó para mí. "
La noche enn que todo cambió para Chyara.
Punto de vista: Chyara.
La tormenta había comenzado hacía apenas unos minutos. El viento golpeaba los postigos de madera vieja con furia, como si advirtiera lo que estaba por ocurrir. En el interior, las velas temblaban sobre las mesas, dejando sombras largas y deformes sobre las paredes.Chiara D’Amico Balestra bajó las escaleras descalza. Llevaba una camiseta larga con el cuello vencido, manchada de pintura vieja. Alta, delgada pero con curvas ya definidas; su figura era ágil, armoniosa. Su piel era de un tono durazno suave, con pecas tenues salpicadas sobre el puente de la nariz y las mejillas, como restos de veranos felices al aire libre. Su cabello largo, liso, de un rubio platinado natural, le caía como una cascada brillante por la espalda. Y sus ojos —verde oscuro, soñadores— ahora reflejaban una tensión que no conocía hasta esa noche.
Desde la cocina llegaban voces. Voces que no deberían estar ahí.
Chiara se detuvo en el último peldaño. Respiró apenas. Sabía que algo estaba mal. Su instinto, agudo desde niña, la tensaba por dentro como una cuerda.
Se acercó a la puerta entreabierta. Miró.
Su madre, Elisabetta Balestra, estaba de rodillas en el suelo, con las manos alzadas y los labios sangrando por dentro de tanto apretarlos. Llevaba aún su delantal de cocina, como si el horror la hubiese sorprendido mientras servía la cena. Su padre, Vincenzo D’Amico, estaba sentado contra la pared, con un hilo de sangre en la comisura del labio. El rostro duro, de ojos de acero, estaba golpeado. Pero no roto. Era un hombre que no pedía clemencia.
Frente a ellos, el hermano de su madre, Dario Balestra, apuntaba con una pistola niquelada. Su rostro, alguna vez familiar, parecía ahora una máscara sin alma. Llevaba una gabardina empapada por la lluvia y botas negras con barro reciente. No dudaba. No temblaba.
Tío Dario dice con acento napolitano, "Esto no es personal, Vincenzo. Es solo… lo que tiene que hacerse."
Vincenzo dice con acento napolitano, "Vendiste a tu propia sangre, bastardo."
Tío Dario lo miró sin pestañear.
Tío Dario dice con acento napolitano, "No vendí a nadie. Solo liberé lo que vale. Y Chiara... Chiara vale más de lo que tú jamás entenderías."
Elisabetta gritó. Se arrastró hacia él.
Elisabetta dice con acento napolitano, "¡Por favor! ¡Es solo una niña!"
Tío Dario bajó la mirada hacia ella con desdén.
Tío Dario dice con acento napolitano, "Es hermosa. Es virgen. Y hay hombres dispuestos a pagar millones por eso. ¿Tú crees que la Camorra cuida ángeles? No. La Camorra alimenta al mundo."
Chiara retrocedió. No gritó. No respiró. Su corazón estaba a punto de explotar. La garganta le ardía de rabia, de incredulidad, de horror.
Vincenzo levantó la cabeza. Sus ojos se clavaron en los de su hija, al otro lado de la puerta. Fue un instante. Pero fue eterno.
Chiara nunca olvidaría esa mirada.
Vincenzo dice con acento napolitano, "Corri, picciridda. Corri."
Un disparo. Luego otro.
Chiara corrió.
Chiara corría sin zapatos, con el barro salpicándole las piernas largas. La camiseta se le pegaba al cuerpo. Las piernas le ardían. El cabello mojado le golpeaba la espalda. Tenía los ojos abiertos de par en par y el corazón latiéndole como un tambor de guerra. No lloraba. No tenía tiempo.
No miraba atrás. Ya sabía que nadie de su sangre venía a buscarla.
Solo hombres.
Hombres con redes. Con maletas. Con papeles firmados. Hombres que la querían vender.
Como una mercancía. Como si no fuera más que una cara bonita y un cuerpo en flor.
Se escondió en una casa abandonada en las afueras del pueblo. Respiró entre escombros y polvo. Tembló. No de frío. De miedo. De rabia. De una tristeza tan vasta que no cabía en el cuerpo.
Y no lloró.
Porque incluso a esa edad, Chiara entendió algo:
Que el mundo no le debía nada.
Y que si quería vivir… tendría que quitarle al mundo lo que le negó.
Horas más tarde.
La tormenta había cesado, pero el cielo seguía encapotado. Grises densos cubrían Nápoles como un luto silencioso. El amanecer apenas insinuaba su luz entre los callejones. La humedad lo cubría todo: los muros, los charcos, los huesos de Chiara. Sentada bajo un toldo metálico roto, con los brazos rodeando sus rodillas, temblaba.
El estómago le gruñía con desesperación. No sabía si del hambre o del pánico. Había pasado la noche despierta, escondida, esperando. No por rescate. No por justicia. Esperaba a que el miedo se transformara en rabia. Y esa transformación… estaba ocurriendo.
Cuando el primer rayo de sol alcanzó la piedra rota frente a ella, se levantó. Caminó. Buscó un locutorio, una farmacia, un sitio cualquiera donde hubiera un teléfono. Había una sola persona en el mundo a la que podía llamar. A la que debía llamar.
Leila Ferrari.
El número lo tenía memorizado. Desde hacía más de un año. Desde que habían coincidido en el instituto de Catania, por apenas unas semanas. Chiara había estado en esa ciudad mientras sus padres hacían negocios temporales. Tenía quince entonces. Leila, diecisiete.
Y aunque ambas venían de mundos diferentes… algo había ocurrido.
Leila era distinta a todas. No reía por costumbre. No buscaba aprobación. No se dejaba tocar ni emocional ni físicamente por nadie. Chiara lo notó desde el primer instante. Y fue justamente eso lo que la atrajo.
No se hicieron amigas de inmediato. Leila no permitía esas cosas. Pero Chiara insistió. Le hablaba en los pasillos, se sentaba a su lado en clase, compartía sus apuntes. Nunca la forzó. Solo… estuvo. Y poco a poco, Leila empezó a dejarla entrar. A su manera. Sin promesas. Sin afecto visible. Pero con algo más profundo: confianza. El tipo de confianza que vale más que el amor.
Y esa confianza… era la que ahora le daba valor para marcar su número.
Chiara llegó a una vieja caseta telefónica cerca del mercado. Metió unas monedas que había robado del bolso olvidado de una mujer en la farmacia. Marcó. Las manos le temblaban. El auricular estaba sucio. Leila contestó en la tercera llamada.
Leila dice con acento siciliano, "Chiara?"
Chiara tragó saliva. La voz se le quebraba.
Chiara dice con acento napolitano, "Leila… necesito que vengas. No tengo a nadie más. Mataron a mis padres. Me quieren vender."
Silencio. Luego, la respiración de Leila al otro lado se volvió más intensa. No preguntó cómo, ni por qué, ni si era una broma.
Leila dice con acento siciliano, "Dime dónde estás."
Chiara le dio el nombre del callejón, la tienda más cercana. Colgó. Se dejó caer de nuevo en el suelo húmedo. Y esperó.
Pasaron algunas horas.
Un Maserati negro, brillante y cubierto por salpicaduras de camino, frenó de golpe frente a la caseta. La puerta se abrió. Leila bajó. Sin escoltas. Sin guardias. Nadie más sabía de ese viaje. Iba vestida de negro. Chaqueta de cuero ajustada. Botines de tacón bajo. Pelo recogido en una trenza apretada.
Cuando vio a Chiara, no dijo nada.
Solo se acercó, se agachó, y le ofreció la mano.
Chiara la tomó. Y por primera vez esa noche… lloró. Lloró sin sonido. Lloró contra el pecho de una muchacha que, aunque de su edad, ya sabía cómo cargar los secretos del mundo.
Leila la sostuvo en silencio. Miró alrededor. Calculó. Ya pensaba en la ruta de escape, en la ropa que Chiara necesitaría, en la nueva identidad que tendría que conseguirle. Pero por unos segundos… solo fue eso.
Dos adolescentes.
Una, rota.
La otra, ya entrenada para sobrevivir.
Y sin decirlo, sin prometerlo, Leila supo lo que había hecho.
Había rescatado a una sombra.
Y Chiara, sin saberlo aún, acababa de renacer. Bajo otra forma. Bajo otra vida.