Los primeros colores.
Punto de vista: Mirabella Ferrara.
Turín, con su mezcla de arquitectura antigua y modernidad palpable, se extendía bajo un cielo gris plomizo. El aire, impregnado de un frío húmedo que parecía calarse en los huesos, acariciaba las calles adoquinadas con una suavidad inquietante. Desde el taller de Mirabella, situado en un edificio de ladrillos rojos en un barrio olvidado de la ciudad, la vista era panorámica: los picos de los Alpes a lo lejos, la neblina matutina que se levantaba de los tejados, y el río Po que serpenteaba lentamente como un viejo testigo de la historia.El estudio de Mirabella estaba lleno de lienzos apilados, pinceles manchados de pintura y papeles desordenados. El espacio era estrecho y crudo, pero para ella era el único lugar donde sentía que podía respirar. En las paredes se reflejaban las huellas de su angustia y sus pasiones, como una cronología pictórica de una joven atrapada entre lo que era y lo que sus padres esperaban que fuera.
A sus dieciocho años, Mirabella había aprendido a ignorar las voces críticas que siempre la rodeaban. Su madre, Anna, insistía en que el arte era solo un capricho de juventud, algo que no podía pagar las facturas ni asegurar un futuro. Su padre, Álbaro, creía que su arte solo la alejaba de la realidad, y esperaba que se uniera al negocio familiar de bienes raíces, un mundo de números y contratos, muy lejos de las manchas de óleo que cubrían sus manos.
Mirabella estaba cansada de escuchar que su pasión por la pintura era solo una fase. El arte era su única forma de expresión, el único medio por el cual podía conectar con algo más profundo que las expectativas ajenas. Cada trazo de pincel, cada capa de color sobre el lienzo, era como una válvula de escape de una presión que la asfixiaba.
Dices con acento Ferrarés, ""¿Por qué me esfuerzo tanto? No soy suficiente para ellos. No soy suficiente para nadie.""
El pensamiento la atravesó como una daga cuando sus ojos se posaron sobre el lienzo que había comenzado esa mañana. Un retrato abstracto de sí misma. La figura, casi desvanecida en tonos de azul y gris, reflejaba su lucha interna: el vacío que sentía al no encajar, la frustración de ser vista como una extraña entre los suyos. El lienzo aún no estaba completo, pero ya podía sentir la presión sobre sus hombros, como si cada capa de pintura estuviera pesando más de lo que podría soportar.
El sonido lejano de un tranvía se filtró por la ventana del estudio, cortando el silencio tenso que la envolvía. El ruido, más que un sonido, era una vibración que le recordaba lo lejos que estaba de lo que quería ser. Mientras el tranvía pasaba por las calles empedradas de Turín, el aroma a tierra mojada y café flotaba en el aire. Podía escuchar el bullicio de la ciudad más allá de su pequeño refugio, el constante movimiento de vidas que avanzaban sin ella, como si ella fuera una figura atrapada en un lienzo demasiado pequeño.
Dices con acento Ferrarés, ""¿Por qué no puedo ser como todos ellos? ¿Por qué no puedo ser suficiente?""
Las palabras se repetían como un eco en su mente, desbordando su concentración.
Un golpeteo suave en la puerta la hizo sobresaltarse. Mirabella se giró, ajustando su postura rígida. Allí estaba su madre, de pie en el umbral, con una expresión de desaprobación apenas contenida.
Ana dice con acento turinés, "— "Mirabella, ¿has comido algo hoy?" —preguntó con tono impaciente, como siempre."
Dices con acento Ferrarés, "— "No tengo hambre.""
Ana dice con acento turinés, " — "No puedes seguir así. El arte es solo un sueño adolescente. Es hora de que dejes eso atrás y pienses en el futuro. Álbaro y yo hemos hablado. Tenemos contactos en el negocio de bienes raíces, podrías..." —la voz de su madre se desvaneció en la distancia mientras sus palabras se deslizaban como un cuchillo afilado."
Murmuras con acento Ferrarés, ""Ellos no entienden... no lo entienden.""
Pensó Mirabella, mirando su lienzo con ojos fijos, como si el cuadro pudiera ofrecerle respuestas. Era tan difícil vivir bajo el peso de las expectativas ajenas. Como si cada movimiento que hacía fuera un acto de rebelión, y en cada rebelión, algo de ella se rompiera.
Su mente comenzó a viajar, como una hoja arrastrada por un río turbulento. Fue un flashback, como si su propia memoria la trajera de vuelta a un momento en su infancia. Recuerdo de una tarde de verano, antes de que sus padres se volvieran tan fríos. Recordaba a su madre sentada frente a ella, sonriendo mientras la alentaba a pintar, a seguir su pasión.
Pero esa sonrisa había desaparecido mucho tiempo atrás. Ahora, su madre la miraba con desaprobación. Mirabella sintió una oleada de tristeza, una sensación de vacío, como si estuviera atrapada entre dos mundos que no la aceptaban.
"Soy una extraña, incluso para ellos. No encajo aquí."
El sonido de su madre alejándose la sacó de su trance. Mirabella dejó escapar un suspiro, incapaz de hacer nada más que mirar la habitación con ojos cansados. El sol se colaba débilmente a través de la ventana, lanzando sombras alargadas sobre las paredes de su estudio. Cada sombra parecía una extensión de sí misma: una faceta de su identidad que no sabía cómo comprender.
Un repentino golpe en su corazón la despertó del letargo. Caterina Valli. La joven artista que todos adoraban, tan perfecta, tan técnica, tan impecable. Cada vez que pensaba en ella, el nudo en su estómago se apretaba con más fuerza. Caterina había comenzado a ganar terreno, a robarle oportunidades, a ocupar los espacios donde ella sentía que pertenecía.
Dices con acento Ferrarés, ""Tengo que hacerlo... Tengo que demostrar que lo que hago importa. No puedo dejar que ella gane.""
Con los puños apretados, Mirabella miró el lienzo, sintiendo una mezcla de rabia y determinación. Tomó el pincel, la pintura comenzó a fluir y, por un breve momento, el miedo, las dudas y las expectativas desaparecieron. Solo existía el color. Solo existía ella.